Ojalá el cambio climático solo fuera un calentamiento global, un aumento de las temperaturas de un par de grados en todo el mundo. Si fuera así, no sería demasiado difícil adaptarse. En el sector del vino ya hay quien se adapta a este escenario, por ejemplo, utilizando variedades de uvas más acostumbradas al calor. Se plantan variedades mediterráneas en regiones vitícolas donde estas variantes antes nunca llegaban a su plena madurez. Al mismo tiempo, se comienzan a cultivar uvas cada vez más en el norte de Europa. O se crean plantaciones en zonas más altas y, por ende, más frescas. Ahí donde antes la uva no tenía posibilidad de madurar plenamente, vamos encontrando ya poco a poco el cultivo y la elaboración de vinos interesantes.
Las estrategias de resiliencia de los viticultores no solo abarcan las variedades y los lugares de cultivo. También existe la posibilidad de utilizar clones específicos que, dentro de la misma variedad, se han mostrado más resistentes al calor o a la escasez de agua. Además, la vid tiene otra particularidad que abre el camino a otra gama de respuestas. Desde que la filoxera arrasó con los viñedos de Europa, hoy en día, prácticamente todas las plantas son de un injerto varietal sobre una base (también llamada patrón o portainjerto) que aporta el sistema radicular, o sea: las raíces. Frente al cambio climático, el viticultor puede responder a la escasez de agua, por ejemplo, utilizando bases con raíces más capaces de sacar el máximo provecho en situaciones extremas.
Otras posibilidades de adaptación, que ya se están utilizando desde hace cientos de años, tienen que ver con la orientación de la viña o con el sistema de poda para proteger las uvas del sol. Tradicionalmente, las regiones secas y calurosas utilizan otros sistemas de poda que las zonas donde aún hay menos sol y calor. Y finalmente, aunque esta solución pueda ser contraproducente –pues consume un bien cada vez más escaso–también se pueden ampliar los sistemas de riego, contrarrestando así la falta de agua como uno de los efectos más desoladores del aumento de las temperaturas globales.
Pero el cambio climático no trata de un mero aumento de las temperaturas. El cambio climático es, sobre todo, una catástrofe climática. Ya estamos observando un aumento de fenómenos meteorológicos extremos y se prevé que estas situaciones vayan en aumento. Olas de frío cuando menos se esperan, veranos secos y lluvias torrenciales son solo algunos de los fenómenos que hemos podido observar en los últimos años y que han afectado también a la viticultura. Una cosa tan sencilla como es el adelanto de los brotes de las plantas por un par de semanas debido al mayor calor, cuando igualmente se siguen produciendo las típicas olas de frío en primavera, puede tener efectos desastrosos sobre el rendimiento, pues congela unos brotes indefensos. Y también ya hemos visto los primeros desastres en los viñedos australianos y californianos, en donde se han quemado áreas enteras después de un período de sequía y de calor extremo. En verano de 2021, después de unos días de lluvia nunca vistos, en el tranquillo valle de Ahr en Alemania, que vivía sobre todo de su viticultura, las inundaciones arrasaron 467 edificios enteros, dañando más de 3.000 inmuebles y llevando a 134 personas a la muerte.
Buscar estrategias de resiliencia, tanto individuales como colectivas, se parece más a un sálvese-quien-pueda. Solamente se puede amortiguar el daño para un grupo parcial, ya que es un problema que va mucho más allá del sector vitivinícola. A estas alturas ya deberíamos saber que nuestra forma de producir, o más en general: nuestra forma de reproducirnos como humanidad, es insostenible, utilizando más recursos y produciendo más residuos de los que la naturaleza puede soportar.
Para frenar el cambio climático ya existen a disposición de consumidores y productores todo un abanico de herramientas. Para ello, hay que saber que lo más contaminante del vino que tomamos cotidianamente no es la bebida misma. Las botellas y el trasporte contaminan mucho más que la producción misma del vino. Se podría pensar en utilizar botellas más ligeras o fomentar directamente el sistema de bag-in-box, tan en uso en el Nuevo Mundo. En Europa, los consumidores todavía parecen no aceptar dicha forma de vender el vino en bolsas dentro de cajas. Lo asocian con vinos de baja calidad. Pero no tiene porqué ser así. Y sobre todo: podría sustituir la producción de vidrio, y con ello evitar un procedimiento que requiere muchísima energía.
Además, se podría pensar en consumir más vinos regionales para evitar gastar más energía en el trasporte. Hablar en España de que se debería consumir más vino español parece gustar incluso a la industria vitivinícola. Pero si esto significa también, a la inversa, que se debe exportar menos vino español —al fin y al cabo, trasportar una botella desde España a EE.UU. gasta la misma cantidad de energía como el trasporte de una botella desde EE.UU. a España— no les suele causar mucha gracia a los productores españoles.
Y también en el cultivo hay posibilidad de mejora. El cultivo biológico a veces incluye verdaderos biotopos dentro de los viñedos, reduciendo la huella de carbón y protegiendo la diversidad de especies. También, sin ir tan lejos, se puede trabajar con menos pesticidas o con variantes de PiWi, es decir, variantes que son más resistentes a los hongos y, por ello, requieren menos uso de fungicidas.
Hay todo un abanico de respuestas al alcance de los productores que los consumidores podrían reclamar. Pero todos sabemos que hace falta mucho más que solamente un cambio en un sector específico. Hace falta un cambio radical en nuestra forma de producir y consumir. Nuestra forma de vivir no sólo se verá afectada negativamente por la catástrofe climática; nuestra forma actual de vivir es la catástrofe en sí.