La pandemia del coronavirus es, probablemente, el acontecimiento más comentado en este milenio. Tenemos expertos de diferentes ramas de la medicina, de la economía, la psicología o la política, produciendo constantemente nuevas comprensiones del fenómeno. También es un fenómeno global como pocos otros. Incluso a lugares donde no llega McDonald’s o Coca Cola ha llegado el COVID-19. Además, probablemente haya muy pocas personas que no se hayan sentido afectadas por el virus, por las medidas de prevención o por sus efectos. Por ello todos tenemos algo que contar sobre el tema; y todos ya lo lo hemos comentado alguna vez.
En esta columna quiero ordenar aquellas experiencias pandémicas que tienen que ver con la alimentación y sobre todo con la bebida, desde una perspectiva sociológica.
Podemos constatar primero que el virus ha cambiado muchos elementos que estructuran nuestra vida diaria. Con el confinamiento, de un día al otro, cambiaron nuestras formas de trabajar, de ocio, de comprar, de relacionarnos con familiares y amigos o incluso de percibir el tiempo. Y por supuesto, este cambio en los elementos que antes daban estabilidad a nuestras vidas, también tuvo consecuencias para nuestros hábitos alimenticios.
Con los bares y restaurantes en un primer momento cerrados y más adelante con horarios y ocupaciones limitados, estábamos obligados a cambiar. En España nos reíamos de los alemanes que compraron pasta y papel higiénico. Aquí las compras que aumentaron fueron las de vino y aceitunas. Pero esto no quiere decir que se consumiera más vino. La compra en tiendas no pudo compensar la enorme pérdida de estos productos en la gastronomía.
La sensación de pasividad e incapacidad de sentirse parte activa de la solución creó, en muchas personas, una sensación de incertidumbre y falta de control. La pérdida de elementos que estructuraban y orientaban nuestra vida cotidiana creó en muchos españoles una gran ansiedad. Y de ahí que hayan aumentado todo tipo de trastornos, como por ejemplo también los diversos trastornos alimenticios. Este problema se vió, además, aumentado porque al mismo tiempo se derrumbaron aquellas herramientas que tenemos normalmente para lidiar con situaciones estresantes. Nuestros familiares, amigos e incluso los médicos sólo estaban parcialmente disponibles.
A veces las noticias nos presentaban grandes tendencias durante la pandemia. Pero si hablamos de tendencias generales, como por ejemplo de más trastornos alimenticios o menos consumo de vino, se desdibujan grandes diferenciaciones que se esconden detrás de estas tendencias.
Por un lado, la diferenciación por grupos sociales. Sabemos que la pandemia no ha afectado a todos por igual. El personal sanitario o los trabajadores de la restauración se vieron claramente más afectados que otros profesiones. También notamos una fuerte brecha de género: cuando los niños no podían ir a los colegios, eran sobre todo las mujeres las que cuidaban a los peques, mientras, al mismo tiempo, seguían con todas sus demás responsabilidades. Y también se vieron más afectados aquellos grupos sociales con menos recursos —tanto económicos como culturales— para adaptarse a la nueva situación. Aquí se pueden nombrar, por un lado, las clases populares, que no disponen de ordenadores para que una pareja y sus dos niños puedan cumplir simultáneamente con su teletrabajo y seguir sus clases a distancia. Pero también se vió más afectada la población mayor que no tenía las destrezas tecnológicas para convertir sus reuniones sociales en virtuales o para hacer sus compras online.
Respecto a los hábitos alimenticios y el consumo de alcohol, significó también que no hubo una baja generalizada en el consumo de alcohol o un aumento generalizado de trastornos alimenticios. Si vemos las cifras en detalle, vemos primero que, la inmensa mayoría de la población ni comió más ni menos durante el confinamiento, así como tampoco bebió más ni menos alcohol. Es decir, a pesar de que muchos elementos, que daban estructura a nuestra vida y con ello también a nuestra alimentación, cambiaron radicalmente, una estrategia de resiliencia consistió justamente en mantener aun más fijo los hábitos pre-pandemia en la medida en que fue posible. Desde la sociología sabemos que en situaciones de grandes inseguridades los seres humanos creamos estructuras fijas e incluso rituales para ofrecer, al menos, un mínimo de orden. Gran parte de la sociedad logró mantener así, a grandes rasgos, sus hábitos.
Por otro lado, estos grandes rasgos, de nuevo, esconden detalles importantes sobre el consumo de alcohol. Sabemos que el consumo de alcohol en la familia siguió prácticamente igual, mientras que bajó radicalmente el consumo con amigos y compañeros de trabajo. Lo que aumentó fue el consumo solitario de alcohol. Este dato esconde de nuevo una diferenciación interesante: Al ser el vino la bebida alcohólica consumida en casa por excelencia, en el cálculo total del consumo de alcohol en casa aumentó el del vino, y bajó el consumo de cervezas y otras bebidas espirituosas, más relacionadas con la sociabilidad en los bares.
Y surgió una forma nueva de beber: el consumo online. Sea en reuniones online con amigos y familiares o en las múltiples experiencias de cata, de cursos especializados para enófilos y hasta enoturismo online, se multiplicaron estos modos novedosos a causa de la situación pandémica. De hecho, surgió todo un nuevo ámbito de ocio online. Aumentaron las compras online y las solicitudes de comida a casa. Muchos restaurantes pudieron sobrevivir a base de este nuevo modelo de negocio.
Y también las razones de consumir cambiaron. Se bebió menos alcohol por cuestiones de sociabilidad o celebraciones, pero aumentó el consumo como estrategia de relajación, para dormir o para luchar contra la ansiedad (y por responsabilidad hay que avisar aquí de que no es una estrategia recomendable utilizar el alcohol contra problemas psicológicos).
Mirando ahora a los productores de vino que, por su vínculo con la tierra y la economía regional, tienen una relevancia importante para la estabilidad social y económica, estos cambios no podían quedar sin efecto. Algunos de los grandes productores —o aquellos que producen vino a granel para estos grandes productores— y que trabajan sobre todo con las grandes cadenas de supermercados, incluso pudieron ver aumentadas sus ventas. En cambio, las bodegas pequeñas que dependen más de la venta directa, de las tiendas especializadas y sobre todo de la gastronomía, han sido las que más han sufrido la crisis económica derivada de la pandemia.
Los efectos del COVID sobre la industria del vino y sobre los habitos de los consumidores a medio plazo todavía no son del todo claros. Lo que está claro es que ser humano es un animal de hábitos. El cambio forzoso de estos le puede producir estrés, ansiedad y una sensación de pérdida de control. Por ello, resulta tan importante el surgimiento de nuevas formas de relacionarse o de consumir que ofrezcan estructuras alternativas. Muchas de ellas ya han venido para quedarse incluso en la situación post-pandémica.