1- EL OTRO ORO DE LOS INCAS.
Deslumbrados por el oro del Perú, los conquistadores españoles despreciaron, que no desconocieron, el otro tesoro enterrado de los Incas: Un tubérculo de gran adaptabilidad al medio que los pueblos andinos cultivaban por todo su territorio, desde las alturas más inverosímiles de la cordillera andina, hasta las extensas planicies de la costa. La patata, antes que el maíz, fue el principal sustento en el gran y desigual territorio que abarcó el imperio Inca. El primer europeo en describir una patata fue el conquistador reconvertido a cronista Pedro Cieza de León; algo inédito y extraño digno de mención, puesto que en la tierra de conquista que fue el nuevo mundo no abundaron los hombres de letras. De manera que, en ese ambiente fervoroso y atroz, un alma que mudara la espada por la pluma, la sangre por la tinta, la imposición por la observación y el ardor por la reflexión no tiene precio, y si, en cambio, mucho valor. En sus crónicas del Perú, demuestra un interés antropológico, muy científico para su época y no falto de empatía por la cultura y las sociedades humanas que habitaban aquellas tierras; tal vez fue el primer indigenista en medio de salvajes con sotana y espada. En un fragmento literal de su Crónica del Perú, Cieza de León nos describe la patata de la siguiente manera: <De los mantenimientos naturales, fuera del maíz, hay otros dos que tiene su principal bastimento entre los indios; al uno le llaman papas, que es a manera de turmas de tierra, y que después de cocidas quedan tan tiernas por dentro como castaña cocida, que no tiene cáscara ni cuero más de lo que tiene una turma de tierra; Porque también crecen debajo de la tierra como ellas; produce este fruto una hierba más o menos como la amapola>
Se puede inferir fácilmente, a partir de esta maravillosa descripción, qué, Cieza de León, y por ende, el resto de nuestros compatriotas que lo acompañaban en la expedición al nuevo mundo probaron la patata con toda naturalidad, ¿Quién se iba a resistir a la ternura de una castaña cocida? Por otra parte, es muy interesante la mención respecto a su apariencia: “a la manera de turmas de tierra”. Se refiere a la “Terfezia arenaria” nombre científico de las turmas o criadillas de tierra, un hongo muy particular que se cría en las dehesas andaluzas y extremeñas asociada a una especie herbácea con la que micorriza y a la que da nombre desde antiguo, conociéndose como hierba turmera, esta especie herbácea que esconde bajo sus raíces esta extraña seta subterránea, delata su presencia mostrando unas pequeñas flores amarillas, lo saben bien los aficionados a la micología, un deporte silvestre muy de moda en estos últimos tiempos. En los recetarios asociados a este deporte campestre, en el que siempre se acaba cocinando el fruto de su esfuerzo, más ameno y lúdico que el insulso ambiente del golf, donde lo único que se come son sándwiches de pepinillos, nos encontramos con la paradoja de que recomiendan utilizar las criadillas o turmas de tierra como sustituto gastronómico de la patata, dejando a Cieza de León como un visionario culinario de un gran poder invocador. Imagino que, como buen hidalgo, hambriento y orgulloso, en alguna ocasión tuvo la tentación de probar este mísero alimento del que se nutrían las bestias del campo y sus paisanos más empobrecidos y menos orgullosos de la dehesa extremeña. Huelga decir que las turmas o criadillas de tierra reciben su nombre de su semejanza con los testículos de cordero, un bocado muy apreciado por su valor nutritivo y su sabor delicado hasta la intimidad. El ingenio evocador de Pedro Cieza de León, nos ha dejado en el país Valenciano un endemismo lingüístico de lo más curioso salido de un peculiar juego de apariencias sucesivas; vamos a ordenarlo cronológicamente: Las criadillas o turmas de cordero dan nombre a la “Terfezia arenaria” que es llamada comúnmente criadilla o turma de tierra porqué recuerda su apariencia a los testículos de ternero o de cordero; al otro lado del mundo, un conquistador de Llerena sostiene que la patata le recuerda a las criadillas de tierra que también crecen bajo tierra en su país y esto llega a oídos de un Valenciano que desconoce las turmas de tierra impropias en su paisaje, pero en cambio en su tierra levantina las criadillas de cordero son muy populares, de manera que se populariza también la patata con el barbarismo “Creilles” adaptado a su idioma local, cerrando así el circulo de las apariencias.
Según estudios del CIP (Centro Internacional de la Papa) existen 4000 variedades de patatas catalogadas en el Perú. En 1532 cuando empezó la conquista del Tahuantinsuyo, las cuatro regiones en las que se dividía el imperio Inca, estos, y las poblaciones precedentes, llevaban domesticando el cultivo de la patata desde hacía más de 6000 años; llegando incluso a emplearse como moneda de cambio. Si alguien ha visto las terrazas de cultivo de la ciudad perdida de Macchu Picchu, se hará una idea del grado de eficacia empleado en el aprovechamiento de un terreno tan abrupto y vertical que dos terrazas separadas apenas unos metros requieren cultivos específicos a cada tipo de cota topográfica. De las incontables variaciones que a cada cota del terreno, la madre tierra, la Pachamama, como Bach en las variaciones Goldberg da a este tubérculo andino, la denominada papa negra es la más adecuada a la descripción de Cieza de León. La he visto en los convulsos mercados le Lima; la he asado y la he comido y el símil de la castaña me parece muy certero. En conversaciones con el historiador andino D. Eugenio Manga Quispe, me asegura que los conquistadores eran reacios a consumir productos ajenos a su cultura, aunque más acertado seria decir ajenos a su religión. Lo mismo ocurrió en la península durante siglos tras la expulsión de los musulmanes y judíos, se demonizaron alimentos tan sustanciosos como el arroz o las berenjenas; eran considerados comida de infieles y, tal como se las gastaba la Santa Inquisición, a su lado, unas gachas castellanas, viudas y tristes eran un manjar de vida. Entonces, ¿de qué se alimentaban los feroces conquistadores durante sus largas excursiones de conquista? Sin duda se trataba de soldados de élite, veteranos de las guerras de Argel y otros violentos sucesos, obstinados y frugales, con el estomago disminuido por el fervor continuo y, por añadidura, acompañados hasta lo más hondo de la selva por las faldas de un fraile saltarín siempre atento al pecado de la carne y de la gula, que no son el mismo, consulten el catálogo y verán. Sin embargo, es difícil de creer, que esta ceguera culinaria se perpetuara durante más de tres siglos de ocupación, con Virreinato incluido. Tanto nos cegó el oro del Perú y la venda de la religión, que no hay evidencias de consumo de patata en España hasta ya entrado el siglo XIX. Es bochornoso pensar que, siendo los primeros en tener acceso a este otro tesoro de los Incas, fuimos los últimos en Europa en incluirlo en nuestra dieta. Un hecho que debería hacernos reflexionar y, avergonzarnos, aunque sea un poquito, de nuestra historia culinaria, y también la otra. El atrevimiento de nuestra ignorancia nos dejó más de 300 años sin un alimento esencial. La patata en Europa se convirtió en un asunto de estado que libró de padecimientos y hambrunas a naciones enteras y tal vez hubiera evitado la revolución francesa como veremos más adelante. Hay historiadores que afirman que dos principales causas simultaneas propiciaron la revolución industrial que cambió el mundo: la máquina de vapor y la introducción de la patata en Inglaterra.