Toda suerte de conocimiento requiere de una especialización. La humanidad ha adquirido el conjunto de nuestro conocimiento por acumulación, y en muy pocas ocasiones por un sobresalto o simplemente un salto, tecnológico las más veces. Por ejemplo la medicina, desde los tiempos de Hipócrates y Galeno ha ido progresando en sus conocimientos de manera paulatina. Primeramente fundó sus bases en la observación, la repetición y el método heurístico del ensayo y error, ensayo que podía acabar con suerte en un ¡Eureka! o una quemazón, o incluso la muerte en el peor de los casos. Después vino el empirismo y el sacrosanto método científico, el canon de la medicina oficial. Pero todavía hoy, existen creencias muy extendidas que provienen del Eureka, la quemazón, la repetición y la observación, o eso creen, pues muchas veces todo lo anterior se confunde con la superstición y el embauco.
No siempre, sin embargo, el conocimiento es aparentemente progresivo, el psicoanálisis, por ejemplo, y todas sus derivadas, apareció de repente, por sobresalto, como un conejo blanco tras el chasquido de dedos de un mago. De Freud aprendimos que hay una fuerza impulsora y oculta detrás de muchas de nuestras conductas, tal vez de todas; que poderosos impulsos biológicos influyen en el comportamiento humano, descubrimos el inconsciente involuntario de nuestros actos, con él nace el concepto de histeria, y como animales sociales que somos también el de histeria colectiva. ¿Podríamos aplicar las teorías sexuales de Freud a lo que yo llamo la mixtificación del vino?. Esas teorías fueron resumidas por Groucho Marx unos años después con esta pregunta: ¿Porqué decimos amor cuando queremos decir sexo?
Veamos, según Freud el sexo esta presente en nuestro inconsciente de manera imperturbable, es esa fuerza impulsora que determina nuestra conducta, nuestra histeria futura, que proviene de muy atrás, de una etapa mal resuelta en nuestro desarrollo sexual. Freud catalogó cinco de esas etapas que se van sucediendo cronológicamente desde nuestra más tierna infancia hasta la edad adulta: oral, anal, fálica, de latencia y genital. Atendiendo a esto, todas nuestras conductas sociales encubren o disimulan lo que realmente nos obsesiona y mueve los hilos de nuestro inconsciente, es decir, el sexo.
Yo propongo que vivimos acaso una histeria colectiva en nuestra percepción del vino, una especie de sugestión social maravillosa que se remonta a la antigüedad. La teoría psicoanalítica sugiere que la personalidad se establece generalmente a la edad de cinco años, y sigue influyendo en nuestro comportamiento durante el resto de la vida adulta. Desde los primeros albores de la civilización hemos socializado el vino como a un ente misterioso, dotado de virtudes más allá de sus características organolépticas, de hecho, estas eran a menudo camufladas con miel, especias e incluso agua. En esos primeros albores, que podrían identificarse con los primeros cinco años freudianos donde se asienta la personalidad, los efectos del vino eran un misterio para el hombre. Y como todo misterio hubo la necesidad de imponerse un dios para explicarlos, pasando a ser un don divino.
Porque en realidad, primero Dionisio y después Baco no fueron los dioses del vino como producto final, de la bebida que hoy acompaña nuestras comidas en la mesa, si no de sus efectos, de la embriaguez que produce. En el mundo greco-latino desconocían el alcohol como un subproducto o componente del vino, pero conocían bien sus efectos terapéuticos y también sociales. Hipócrates, el gran adalid de la salud, recomendaba embriagarse de cuando en cuando, incluso tasó las diferentes medidas necesarias para ese uso según el requisito social en el que se diera. Platón, el filosofo que adoptó la iglesia católica para sostener sus creencias defendía el entusiasmo ebrio para soltar el carácter de las personas. Otro gran filosofo del siglo I, Filón llegó incluso a proponer que cierta embriaguez moderada, no debería encontrarse solo en los cultos Dionisiacos, si no en los libros de las escuelas neoplatónicas. Él lo llamaba la «Sobria Ebrietas». Esta denominación es un maravilloso equilibrio de antónimos, lo que viene a ser una paradoja, también es uno de los grandes legados que nos ha dejado la antigua Grecia. Tal vez en los tiempos de Filón fuera necesario enseñar en las escuelas a embriagarse sobriamente, posiblemente lo hicieron, recordemos las medidas de Hipócrates para alcanzar un estado de embriaguez moderado, recordemos también que según nuestra teoría, esos griegos con túnica y barbas filosóficas, tendrán con respecto al vino y el uso de sus efectos, apenas cinco años de inmadurez.
La palabra alcohol la acuñó por vez primera el gran Raimundo Lulio, Raymundus Lullus, Raimond Lulle o sencillamente Ramón Llull, fue un alquimista, filósofo, místico, teólogo, músico y mal poeta que vivió en un cubículo junto a su laboratorio mallorquín. Los alquimistas, en el siglo XI, fueron los primeros en aislar el alcohol del vino por medio de la destilación. En sus hornos atanores y alambiques quedó concentrada lo que ellos llamaron el alma del vino, la sustancia espiritual que lo acercaba a los dioses. A partir de entonces, al conocer el origen de la magia liberadora del vino pasamos de la infancia a la adolescencia. En un principio el uso del alcohol puro por medio de la destilación se transformó en «agua de vida», un elixir de juventud que consumían con fervor reyes y prelados en un trance más ritual que social. Es el principio de los licores, aguardientes y destilados que conocemos hoy en día.
Tras la desaparición del imperio romano, la iglesia católica internacionalizó y expandió el consumo del vino incluyéndolo en la misa, el alcohol seguía protegido por los dioses, en este caso por el único dios posible. En el siglo XX, con la posmodernidad y el estructuralismo pasamos a ser una sociedad descreída, con mil dioses menores y materiales donde el vino renovó su santuario, rodeándose de artificios dedicados a encubrir su verdadera función social, recordemos la «Sobria Ebrietas».
Pese a lo que pudiera parecer, hoy podríamos estar viviendo como sociedad en la edad adulta del consumo de alcohol, con el vino como su principal fuente de acceso, y sin duda la más elegante. Como dice el sociólogo Benno Herzog, el vino es utilizado con toda normalidad como lubricante social. En esa normalización hemos dotado al vino de unas características casi sobrenaturales, que no se dan en ningún otro producto de consumo, salvo quizás en el arte. Estas características están orientadas en disminuir u ocultar los efectos estimulantes del vino, siendo sustituidos por un supuesto goce sensorial. Para ello hemos desarrollado una especialización muy particular que nos obliga a alcanzar cotas sensoriales que la mayoría de los mortales hemos perdido como especie hace milenios pero, que lo suplimos hábilmente con la sugestión. <Toda suerte de conocimiento requiere de una especialización>, Esta sugestión es inducida por los gurús de la sumillería, entrenados en la percepción odorífera y gustativa de matices escondidos, apenas imperceptibles; como perros sabuesos adiestrados para detectar drogas en los controles de aduanas. Ahora, a un vino se le permite atesorar cualquier cosa que una metáfora sea capaz de imaginar, salvo lo único que sabemos que atesora con total seguridad, es decir, embriaguez. Según este nuevo santuario un vino embotellado puede contener un paisaje, un carácter, una brisa velada, el sosiego de la madurez o los impulsos desaforados de la juventud; también el recuerdo de una frambuesa o un arándano; y todas las vicisitudes meteorológicas metidas en una botella, con una etiqueta digna del Louvre. Un vino puede ser impetuoso, travieso, plano, redondo o con artistas. Cosas más mundanas como astringencia, retrogusto y tirantez; conservar incluso una sutil salinidad por una brisa marina que caracolea por los valles hasta alcanzar la viña; tener múltiples texturas e infinitas gradaciones en su capa cromática, colores antes no descritos por el ojo humano… En definitiva existe un infinito acopio de testigos gustativos, olfativos y visuales encriptados en una copa de vino, que crecen exponencialmente con nuestro lenguaje y con su capacidad de imaginación. (existe un testigo olfativo que hubiera maravillado a los griegos: el hidrocarburo.)
Hay que afinar los sentidos a conciencia, sometiéndolos a un exhaustivo examen, recuperando habilidades sensoriales que perdimos en el paleolítico, para no parecer un estúpido y pasar por alto algún matiz eufórico que podríamos encontrar con menos esfuerzo en cualquier otro zumo de fruta que no haya pasado por un violento proceso de fermentación, es decir. sin alcohol. Pero entonces, ¿valdría la pena toda esta industria de los sentidos? ¿No es acaso todo lo anterior un maravilloso eufemismo para no pronunciar el nombre de la verdadera fuerza impulsora que hay detrás de nuestra conducta? ¿Porqué, cuando un sabueso sumiller se atreve a nombrar el alcohol en una cata, siempre es de forma peyorativa.?
En los países latinos de influencia católica hemos normalizado mejor que nadie el consumo sobrio de alcohol. El vino y su adorable mixtificación es el paradigma virtuoso de esta evolución. En otras culturas, en cambio, todavía no han llegado a la edad adulta. La integración desde niños del vino en el paisaje habitual de las comidas cotidianas, junto al pan, la sal, el aceite o la cubertería, es el síntoma del triunfo velado de la «Sobria Ebrietas» que llevamos practicando durante siglos como herederos culturales de la Grecia clásica. No decimos que vamos a quedar con los amigos a comer y de paso, procurarnos ese punto de embriaguez necesario para que fluya una amena conversación, ese grato rubor imperceptible que nos libera de las ataduras de la vergüenza soltando nuestra lengua y nuestras ideas en un discurso lúcido, como lo haría un griego en el ágora. No, decimos sencillamente que vamos a tomar un vino. Y en los restaurantes tenemos unas cartas cada vez más extensas de embriaguez moderada. ¿Acaso oculta el discurso del vino nuestras verdaderas intenciones? ¿Formamos parte de una sugestión colectiva, rayando muchas veces en la histeria? No lo sé, pero la dulce embriaguez moderada esta muy presente en nuestro entorno, en personas adultas y sosegadas que les horroriza el jolgorio, también en las otras, por supuesto, supliendo un déficit de alegría imperdonable. El lenguaje del vino tiene algo de máscara, de mixtificación, es la herradura de la fortuna llevada hasta el extremo de la torcedura forzada por la forja. Josep Pla decía que lo único que le hace falta a las rosas para ser perfectas, es que se puedan comer. Se refería, con su humorada, a adquirir una función final que dote a las rosas de sentido. Con el vino hemos realizado el viaje inverso, hemos creado una rosa mística alrededor de su función social trascendente: la «Sobria Ebrietas». Preguntémonos que seria del vino sin alcohol o donde estaría la luna sin la tierra que la fije a su órbita. La fermentación ha sido el primer conservante alimenticio de la historia, nos ha dado el pan, el queso, el chocolate y en el caso del vino, su alma en forma de alcohol, una sustancia química que se evapora fácilmente con el calor. ¿Adonde irá? o ¿De donde viene?. Hace poco se ha detectado la existencia de gran acumulación de alcohol etílico en una nebulosa interestelar. Somos polvo de estrellas dijo Carl Sagan.
Tal vez toda esta mixtificación del vino, como todo lo demás, sea absurda sabiendo que vamos a desaparecer vagando por el espacio empolvando galaxias, o en los estantes de una librería sin plumero. Toda meditación no es otra cosa que cuestionar el mundo para luego aceptarlo. Un diagnostico sin terapia, cuya única cura es la toma de conciencia. Si todo es absurdo, vivir es aceptar el absurdo. Y la mejor forma de combatirlo es formar parte de él. También de esa maravillosa sugestión colectiva que nos ha cautivado hasta poder afirmar que, como el sexo sin amor….el alcohol sin vino puede ser una experiencia vacía.
SALUD AMIGOS Y
VIVID GOZOSOS.