El placer del alma es un eufemismo mal disimulado de su propia ausencia, una ausencia en vida que nos vamos aplicando obedientemente durante milenios, gracias a los bromistas de la religión. Cuando era un niño, en los ensayos para el teatro de la primera comunión, nos enseñaban una bonita canción que decía así: “Yo tengo un gozo en el alma… ¡grande! Gozo en el alma…” (mucho cuidado si la tarareáis mentalmente porque es muy pegajosa). Ahora después de muchas sobremesas propongo alguna reflexión a modo de manifiesto. Primero, el alma me parece un no lugar demasiado lejano y confuso para almacenar el placer. Segundo, a los escépticos de lo real, a los ufólogos de lo celestial y lo divino, les diré que el placer siempre ocurre, sin embargo, muy cerquita, aquí en los límites de nuestra epidermis, y que además podemos producirlo casi a nuestro antojo. Solo hace falta seducir un par de sustancias misteriosas con nombres de diosas griegas, (endorfinas y serotoninas) pero que ambas están formadas de la misma materia poco mistérica que una piedra o un copo de nieve. El placer nos ocurre de muy diversas maneras, con el cilicio de la melancolía o con pastillas de colores, pero puestos a escoger soy partidario del materialismo suculento de un par de huevos fritos, acompañados por el fluido ligero (pero nunca etéreo e inalcanzable), de un buen morapio cercano a la tierra que me tinte el vaso con su cortina violácea. En definitiva, y haciendo uso de mi refranero personal os diré que ¡más vale gozo en el plato que ciento en el alma!
El placer está muy infravalorado en nuestra sociedad laico-católica y pagano-pecadora en la que habitamos, pero entre otros milagros conocidos, el placer ahuyenta la infelicidad, aunque solo sea durante un rato que no es poco. ¿Cuánto duran las endorfinas de un huevo frito en el cerebro?, alguien debería hacer algo para averiguarlo, así podríamos conocer dónde está el equilibrio entre colesterol y felicidad. No sé qué fugacidad tendrá el placer de un huevo frito perfecto en el cerebro, pero en la memoria, puede llegar a tener la eternidad como fecha de caducidad. Y es a lo que los jodidos intelectuales llaman la puñetera magdalena de Proust.
Tener una magdalena de Proust es como tener el vaporoso gozo en el alma de la beatitud, pero hacia dentro, alojado en la memoria profunda del cerebro.
Hoy en día sabemos gracias a la ciencia que nuestra memoria inconsciente está íntimamente conectada con los sentidos del gusto y el olfato. De modo que cuando después de mucho tiempo volvemos a probar, pongamos por caso, un huevo frito perfecto, o una mañana sentimos el olor del césped recién cortado, o al llegar tarde a casa, unas lentejas tristonas nos evocan una cena recalentada en el olvido, activamos inconscientemente el resorte de la memoria y vivimos de nuevo momentos y escenas olvidadas en la lejanía del tiempo perdido, como golpes bajos del recuerdo. Parece un argumento propio de la ciencia ficción, pero una sociedad acostumbrada a convivir con la santísima trinidad y la inmaculada concepción no debería sorprenderse de nada. Pero seamos serios, y a la hora de sentarnos a la mesa dejemos a un lado la espiritualidad y el espiritismo.
Sigamos el ejemplo de Santa Teresa de Jesús (solo en este caso), que, en cierta ocasión sentada a la lujosa mesa de unos duques de altísimo valor, y siendo tiempo de penitencia, vigilia y ayuno, sacaron sin pudor, perdices a la mesa, la beata lejos de escandalizarse y sabiendo que también era tiempo de la fina volatería perdicera que le humeaba en el plato dijo: “Señor y señora duquesa yo cuando penitencia, penitencia, pero cuando perdices, perdices…” y se comió dos. Tantos siglos proclamando la insatisfacción como medio de redención, para luego, a las primeras de cambio, descender el cachirulo del gozo de las alturas del alma, a la mesa mundana y pecadora. Acabo excusándose la Santa Señora, con la tripa bien llena, diciendo que “entre los pucheros también anda el señor”. Pues sepan ustedes que, por estas dos citas de la beata histórica, los componentes de la rancia y antiquísima “Cofradía de la buena mesa” (y mejor hipocresía), han proclamado abiertamente y sin permiso a Santa Teresa de Jesús, patrona de la gastronomía española, en el supuesto caso de que esta exista. Si, a la misma Señora que entre salmos lacrimógenos decía “Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero” en un claro manifiesto suicida y anti hedonista. No hagamos caso de esta enferma del cilicio y el látigo. Celebremos la existencia devorando cada día el placer inteligente de vivir plenamente. Propongo que practiquemos el dandismo inútil y estético de ponernos en el ojal jazmines para cenar, y sombrero en la sobremesa para mirar la luna. Juguemos al juego de la vida gozosa y sigamos a Horacio antes que a Santa Teresa para vivir nuestro “Carpe Diem” latino y milenario que nos acompañó mucho antes de que los profetas de las religiones del libro, nos gastaran la broma pesada del pecado original de haber nacido.