LA TRANSMUTACION Y LA LANGOSTA
Tras una inquietante noche de insomnio, Sebastián Quiralte, se quedó dormido sobre la tabla donde picaba, a modo de juliana, la escalonia para iniciar el sofrito de una caldereta de langosta.
Tan solo fue un instante… pero al despertar lo vio todo a través de un filtro cristalino y duro, acuoso pero nítido a un tiempo, tras él, se apreciaba la sala de la marisquería, repleta de comensales, donde hacia solo un instante creía trabajar como pinche. Con extrañísima normalidad desplazo su extremidad izquierda hacia delante golpeando la trasparencia solida que le separaba de la escena, toc toc… resonó la pinza gruesa contra el cristal a modo de llamada… otra vez toc toc, nadie respondió.
Cuando el maître, su compañero Joan Pau, introdujo la malla del salabre en el acuario y extrajo la langosta escogida por el cliente, Sebastián ya lo sabía… un frio cuchillo manejado hábilmente por su jefe de cocina le atravesaría el caparazón longitudinalmente, y separaría su cabeza en dos partes, sin derramar, como era su costumbre, ni una sola gota del jugoso coral que producían sus sesos. Al salir del agua, enredado entre la malla del salabre, sintió como que le faltaba el aire. Manejado con la ternura implacable de un profesional de sala, Joan Pau depósito su extrañada anatomía sobre una bandeja de plata, no parecía una de sus bromas habituales. Como un ladrón de Bagdad, Sebastián planeo sobre su alfombra plateada atravesando la sala, hasta la mesa de su verdadero verdugo intelectual, su comensal, el estómago donde reposarían finalmente sus carnes. (era costumbre de la casa enseñar el producto al cliente antes de elaborar la caldereta) En la mesa, Santos Ruiz garabateaba distraídamente en su agenda molesquine, seguramente tomaba notas para su columna de los viernes, donde estampaba sobre papel, como látigo en la piel, la crítica gastronómica más implacable de la ciudad. Levantó la cabeza y clavó su mirada inspectora y lasciva sobre la coraza anaranjada de Sebastián, examinando los detalles de su monstruosa morfología para determinar su calidad y su procedencia.
Nunca le habían dejado cocinar una caldereta, pero Sebastián conocía muy bien el proceso. Al entrar en el ruedo de la cazuela, primero sentiría la quemazón del aceite, pronto sería sofocada brevemente por el tomate y la tintura roja de la pulpa de ñora. Podía percibir el aroma del ajo impregnando sus carnes en el sofrito. Se preguntó si la escalonia seria la que habían picado sus manos anteriormente, ahora transformadas en pinzas azuladas. La mejorana, el laurel, la nuez moscada y la pimienta… sentidos desde dentro en una oleada intima de secreciones aromáticas. Y por fin el éxtasis del brandy flambeando su cuerpo en un clímax de vapores etílicos. Al inundarle el caldo seria como volver por un instante a la cuna, y luego ese chup chup lento de alquimista donde se integran aromas y sabores…mmm Sebastián se cocinaba a si mismo mentalmente.
Entro en la cocina con una sensación de extrañeza, sus compañeros no lo reconocieron boca arriba sobre la tabla del chef, junto a él, la escalonia cortada a juliana seguía derramada, perfectamente ignorada por todos. ¡Soy yo, soy Sebas! Grito atónito hacia los rostros de sus compañeros, pero al otro lado, solo se reprodujo un siseo imperceptible, como un aire que se escapa lentamente…sssssssss agonizando discreto.
El destello del cuchillo le deslumbro, pero lo que más le dolió, fue constatar que, en el trasiego ordenado de los fogones, donde cada uno, según el jefe de cocina, desarrollaba una función imprescindible, nadie parecía echarle de menos, pues siempre era el, Sebas el pinche, el encargado de sujetar las pinzas azuladas de la langosta en el momento justo de ser ejecutada.
Al día siguiente Santos Ruiz escribió en su columna una crónica inaudita, parecía imbuido por un aire de misterio, se cree que por primera vez utilizó el verbo transmutar. Paso de soslayo la ejecución perfecta de la caldereta, el cocinero gimió de dolor esa tarde; tubo alabanzas si, para el servicio de sala, liderado por Joan Pau, “un maître elegante y sereno que dominaba los registros de su oficio como un príncipe”. En el último párrafo mencionó algo sorprendente sobre un cierto regusto, una presencia gustativa en la carnosidad de la langosta que le recordaba la cocina asiática. Nadie entendió la procedencia y rápidamente se despertó la rumorología. ¿La prestigiosa marisquería utilizaba salsa de ostras? Sugirió no sin maldad, la competencia, alguien llegó a afirmar que alimentaban las langostas con soja fermentada. Lo cierto es que la noche anterior, Sebastián Quiralte, se puso a gusto en uno de los restaurantes chinos más grasientos de la ciudad, era su manera de celebrar su mal pagado día libre. La ingesta desmedida, esa noche, le produjo inquietantes pesadillas que le alteraron el sueño. Santos Ruiz, desconcertado, busco reproducir en otras langostas, ese aire de Asia embocado, tenue y elegante, sin testigo ni presencia física. Pero nunca encontró nada similar, ni tan siquiera un leve simulacro, le costaba admitir que tal vez, un aparente sueño gustativo se manifestó, ese día, en su analítico paladar. Sin embargo, ese recuerdo marcelproustsiano le acompaño toda su vida como una viva presencia.
SALUD AMIGOS Y
VIVID GOZOSOS.