El principio de Gulliver nos enseña que multiplicando diminutos gestos de liliputiense se puede abordar la tarea de aprisionar a un gigante. Por otra parte, para levantar el Obelisco de París (que Napoleón despistó a su paso por Egipto), hicieron falta cien hombres hormiga durante tan solo una hora de trabajo, cosa que no hubiera conseguido nunca un solo hombre en cien horas o mil.
No creo en los grandes cambios, en las grandes causas ideales, ni en las revoluciones redentoras al asalto, opino como la historia que la mejor manera de arruinar una gran idea o ideal es ponerla en práctica.

Tal vez se trate de algo más cotidiano, de activar pequeñas revoluciones concretas en nuestro día a día. Y no se me ocurre algo más cotidiano que comer; tal vez respirar, sí lo acepto. Pero un submarinista de apnea bien entrenado puede permanecer una breve eternidad conteniendo la respiración, en cambio un buen gastrónomo no puede dejar nunca de pensar en comer y todos sus placeres periféricos. Así que transformemos nuestras obsesiones en diminutos actos revolucionarios.
El otro día durante la grabación de nuestro programa de radio, y en un contexto sobre la idoneidad o no de consumir productos locales, alguien preguntó: <¿Por qué tengo que comer un queso Valenciano cuando un Stilton está más bueno?>
Esta frase aparentemente cargada de lógica y razón, contiene una afirmación y una pregunta, la afirmación (un Stilton está más bueno) no la voy a discutir, y mucho menos con su autor, que entiende mucho más de quesos que yo. Pero a la pregunta ¿Por qué? Le respondería en voz alta: ¡Para unirte a la causa revolucionaria gastronómica del principio de Gulliver!
No se trata de practicar un localismo chauvinista de los productos de la tierra, ni de afirmar el otro extremo, que dice que todo lo que viene de fuera está mejor. Es una cuestión mucho más humilde y vital, es la práctica de una opción ética. Sencillamente no nos deberíamos permitir que la guarnición que acompaña a ese Stilton sea el futuro de nuestros hijos. Como en el «Saturno devorando a su hijo», que pintó Goya, practicamos un canibalismo a largo plazo, en diferido. Confundir esto y limitar el debate solo en la fisiología organoléptica del queso y no ver el resto es lo mismo que moverse en una pista de baile mientras lo haces subido en el conjunto de las esferas del universo, se hace al mismo tiempo, pero para darte cuenta de ello tienes que mirar al cielo de vez en cuando.

El hecho de comerte un estupendo queso Stilton, unos gruesos espárragos del Perú, o una maravillosa manzana de Nueva Zelanda forma parte de tu libertad como consumidor, pero ser consciente de lo que te estás comiendo requiere un esfuerzo ético, porque la ética se trabaja, como la albañilería, la cultura o el sexo a los cincuenta. El problema es que este canibalismo (rarezas del sistema) nos lo podamos permitir económicamente. En otra tertulia de radio nuestro amigo el economista y colaborador Paco Higón lo dijo bien claro: <El mercado global nunca ha tasado la huella de carbono de las mercaderías, al sistema económico, les sale gratis contaminar>. Comer futuro ajeno nos sale barato y encima está bueno.
La causa revolucionaria gastronómica Liliputiense consiste en una micro resistencia consciente, un pequeño acto en el restaurante, en casa, en el mercado…: es nuestro hilo delgado que teje la red que aprisiona al gigante, a Gulliver, que antes o después será también enano.
Pero, ¿y el Hedonismo, el Carpe Diem, Horacio y todos esos requisitos exquisitos que siempre proclamamos…? Pensar que el hecho de no llevar a tu mesa un queso Stilton, un bacalao noruego o una sardina japonesa es una coacción a tu libertad hedonista es una barbaridad.
El hedonismo no es un lujo ni un privilegio, es una actitud, una manera de tomarse la vida en serio, y se puede hacer engullendo caviar iraní con cuchara sopera o con las lentejas de tu abuelita.
El placer no es placer si no es inteligente, el desplacer del placer es el vicio, pero eso es otra historia…
Practiquemos un hedonismo comprometido, pero sin exaltaciones maximalistas. Permitámonos un Stilton de vez en cuando, si antes constituimos la norma de la micro revolución cotidiana de comer con coherencia la mayor parte de las veces. Si somos capaces de leer a Shakespeare o un prospecto médico, también podemos leer las contraetiquetas de los productos que compramos para determinar su origen, trazabilidad y todos los venenos legales que contenga. Evitemos el abaratamiento de costes en la producción de alimentos. Os aseguro que un pollo que pesa dos kilos antes de que le salga una sola pluma no es bueno para nadie. Menos sobreabastecimiento y más imaginación, más recetas de cocina y menos visitas al psicólogo con sus otras recetas no tan gastronómicas.
Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift aparentemente es un cuento para niños, pero también es uno de los libros con mayor carga social y sátira crítica de la sociedad jamás escrito. En estos tiempos de descreimiento y posmodernidad, recuperemos el clásico de la fantasía y la crítica social para aplicarnos el principio de Gulliver en la gastronomía.
¡Viva Liliput metafórica!
SALUD AMIGOS Y
VIVID GOZOSOS.