Ese domingo decidí celebrar la soledad premeditada que me quedaba por delante en una de las mejores barras de la ciudad. En ocasiones es una fiesta no tener nada que hacer, pero todavía más, no tener nadie con quien hacerlo. Vivimos en un mundo lleno de estímulos donde la ociosidad ha pasado a ser uno de los grandes pecados capitales. Aprender a convivir con el aburrimiento nos enseña a combatir nuestra hiperactividad devastadora, haciendo bajar el ritmo cardiaco de nuestros acontecimientos; es como bajarle el fuego al puchero, como vivir en modo chup chup, a fuego lento. La ociosidad, para ser productiva, a de ser intima, aburrirse al cuadrado es absolutamente intolerable. Una de las ventajas de salir a comer en solitario, es el placer de la improvisación; donde vayas, por lleno que este, siempre habrá un hueco para ti. Yo adoro las buenas barras, surtidas de buen genero, repletas sus vitrinas como el cuerno de la abundancia, cargadas de cierto barroquismo exuberante, un edén gastronómico repleto de tentaciones sin pecado; (se me ocurren, sin salir del barrio Rausell y Ricardo). Cuando entras en uno de estos establecimientos, tienes la misma sensación que tienes al entrar en un teatro, cuya representación se contempla desde una fila única y privilegiada, la barra. A mi, me gusta particularmente llegar pronto y salir tarde, con el servicio si es posible. Al entrar, digo, como en el teatro, recorres la fila de butacas para buscar un buen sitio, preferiblemente en el centro, para tener una visual completa del escenario, hacía ambos lados. Acercas tu taburete, acoplas tus rodillas en el recodo exacto que permite el vuelo de la encimera, apoyas los codos formando un triangulo con tus manos que se juntan como quien va a rezar, te inclinas ligeramente hacia delante, respiras hondo liberando la tensión y…, señoras y señores que comience el espectáculo. Llega sonriendo la primera cerveza, es la bienvenida de entrada al paraíso, intercambias un saludo con el actor principal, el camarero, que te cede con gusto el protagonismo, la iniciativa, porque el profesional que trabaja en una buena barra, sabe perfectamente cuando no dar conversación, solo basta cruzar una mirada y se comportará como la luz de un faro en el mar, desaparecerá, para volver a aparecer en el momento justo que lo necesites. Son las 11:30h de la mañana, el día es largo y mi sed inmensa así que todo esta en calma. Alrededor, todavía, algunos desayunos tardíos, de domingo, café con leche, tostadas, cruasanes a la plancha, hastió… el domingo coincide el desayuno con la costumbre bárbara del almuerzo, esa práctica absurda de comer un plato combinado sin plato, volcado entrepan, imitando la necesidades culinarias de un honorable hombre de campo.
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Conforme se acerca la hora difusa y mágica del aperitivo, aparecen como en un renacimiento, signos de la civilización: Vermuts, cañas heladas, diminutos montaditos que dejan su espacio para, por ejemplo, un par de ostras que resumen un océano, una gamba alistada como un recluta para un desfile al ajillo, o el majestuoso lujo de una ensaladilla cuyas verduras provienen de la huerta, y no del congelador, ligadas por un linimento de mayonesa que cumpla con la máxima minimalista de que menos es más. (Porque una ensaladilla sin mayonesa, es una triste menestra, pero con exceso de esta, un balbuceo de grasa). Dos obviedades de un exotismo escaso, tan difíciles de encontrar en los bares de la ciudad, como el místico rayo verde. Allí afuera, el sol, ya ha pasado el cenit del mediodía, es domingo, se vacían las iglesias y se llenan los bares, el run run crece como un eco a mi alrededor, la barra como una tabla de salvación, ya esta atestada de náufragos afortunados. Siento el traqueteo de cubiertos y copas en las mesas; -disculpen que les de la espalda, no me giro, por el puro placer de estar conmigo-. Las barras tienen un sencillo diseño longitudinal que te permite mantener la intimidad entre la multitud (si ese es tu deseo), su configuración lineal, tolera y fomenta el aislamiento educadamente, sin perder la sociabilidad. Las barras son el «locus amoenus» de los solitarios, su lugar idóneo en la casa de Lúculo. Pero hoy no me siento solo, porque nunca estoy menos solo que cuando estoy conmigo mismo, atento a mis percepciones y los desmanes de mi pensamiento, y porque solo puedo estar conmigo mismo cuando estoy solo. El run run se ha transformado en bullicio, un adorable bullicio que resuena a mi espalda, porque el bullicio no es molesto, es el sonido de fondo, la música de mobiliario que debería sonar en todos los bares, a cualquier hora. El escenario se acelera, la obra es un clásico que divide la escena en presentación, nudo y desenlace, en ocasiones se rompe la cuarta pared, a mi costado, por ejemplo, el señor A (que roza su espalda contra mi hombro muy amablemente) se queja al señor B, de que su proveedor en china le esta jodiendo con no se que aranceles y mejoras en las condiciones de producción. El señor B, bajito y regordete, pero con voz recia y autoritaria, se lamenta de la pésima circulación de contenedores por culpa de la demanda asiática de importaciones. Con el devenir de los vinos, ocurre siempre, el señor A y el señor B pasaran sin apenas darse cuenta, a entablar una agradable tertulia de restaurantes nombrando con detalle sus platos más memorables, como hace la gente civilizada. Existen en el ecosistema de las barras ciertos momentos marcelproustsianos que nos trasladan a otros momentos vividos, quizá tan lejanos en el tiempo, que nuestra altura no alcanzaba para ver lo que ocurría al otro lado. Hoy en esta barra tan profesional, desde mi taburete estrecho, me siento en primera fila del gran espectáculo de la hostelería y de la vida. Como dijo Marco Aurelio: «No dejes de gozar la soledad» y como digo yo, de la bulliciosa armonía de los bares.
SALUD AMIGOS Y
VIVID GOZOSOS.