Toca pagar la cuenta
Falta personal cualificado en la restauración: es un hecho que se ha ido cocinando a fuego fuerte generación tras generación. Esto es aplicable a varias profesiones y por diversos motivos. Remontándonos apenas veinticinco años, durante la era de la E.G.B. se otorgaba un gran desprestigio a aquellos que no eran capaces de cumplir en el ámbito del bachillerato y habían de encaminarse hacia la Formación Profesional. La imagen proyectada hacia ellos es que se perdían la oportunidad de la panacea ilusionante que otorgaba una evolución universitaria que aguardaba un futuro próspero y económicamente altivo. Emocionalmente era hasta casi un fracaso formarse para ser mecánico, electricista y peor aún camarero, pues “para eso no hace falta estudiar”.
Esto solo fue un factor, al igual que esa frase, anterior a mi generación, que reiteraban los progenitores y que inculcaban al que no quería estudiar: “Te compro un camión o te montas un bar”. Buen consejo dado que ello inducía a montar una empresa y a priori, al menos en lo que a montar un bar se refiere, no depender de las directrices y condiciones impuestas por otros. En este artículo no voy a entrar de la incongruencia que cualquiera pueda montar un local de hostelería sin ni tan siquiera haber estudiado algo al respecto; imaginemos poder hacer lo mismo con un bufete de abogados o incluso una farmacia, teniendo en cuenta la facilidad que tiene un cocinero, camarero o personal de limpieza de intoxicar a cualquier comensal.
El caso es que la vida siguió como siguen las cosas que no tienen mucho sentido y el denostado oficio de camarero se vio relegado y renegado a todo aquel al que se le atribuía al que otra cosa no iba a ser capaz de hacer. Los designios de la historia y a grandes profesionales consiguieron elevar a cocineros, algún sumiller y sobre todo bodegueros, tachados antiguamente con el mismo lacre, a un estatus de elogio y admiración. Tampoco entraré en esta ocasión donde la proyección profesional de autoproclamados chefs, carentes de la técnica para hacer unas buenas lentejas, se disfrazó de ego, ni cuantos ayudaron al respecto.
Así muchos fuimos parte de una estirpe de elencos que salían de casa con el uniforme laboral ataviado de un pantalón feo, incómodo, desaliñado y caro comprado en la calle Bolsería; por supuesto una camisa de manga corta quemada por la lejía, que era más amarilla que blanca, con un paquete de tabaco en el mejor de los casos de Marlboro en el bolsillo del pecho. Y para completar el esperpento unos zapatos salpicados de serrín, que estaba prohibido pero consentido.
Los paupérrimos sueldos cobrados eran atribuidos a la falta de conocimiento del sector y siempre, risas aparte, a la labor de formación, la cual, una vez demostrada la validez del trabajador tras meses y años en la empresa, tampoco podía ser recompensada, pues nunca el camarero podía recompensar el aprendizaje recibido. Esto continúa en la actualidad donde en repetidas ocasiones se demanda alguien con la actitud como única virtud, aunque carezca de una mínima formación.
Doy gracias a todos aquellos que fomentaron la profesionalización del sector. En especial la red de centros de CdT dio a luz una generación de ilusionados que veían como el aprendizaje podía cambiar la situación. El primer escollo fue luchar contra el personal habituado a las “tradiciones” que era reacio al cambio y ante la falta de destreza insultaba a los recién formados como “éste es de escuela”; quiero pensar que ellos mismos se daban cuenta de sus carencias y veían peligrar su estatus de jerarquía basada simplemente en la experiencia.
En mis carnes viví jornadas laborales habituales a las sesenta horas semanales, a turno partido, sin contar las horas entre servicios y con un día y medio libre ni siquiera seguido. No puedo quejarme, pues en la negociación es lo que muchos aceptamos y que en mi caso nunca mi empresa falló a lo negociado, ni yo al respecto. No voy a entrar en la legalidad del acuerdo, pues a parte que siempre les estaré agradecido (el que quiera hacer daño que cite el Síndrome de Estocolmo), mi vida profesional nunca hubiera sido la misma sin su “ayuda”, mi esfuerzo y la confianza que depositaron en mí.
En mi caso abandoné la hostería porque quería tener un hijo y era consciente que esos horarios no eran compatibles con la paternidad, sin reparar a que ello no era la mejor solución.
El invento de los Certificados de Profesionalidad en el 2008 ha sido un gran avance en todo a lo a que ello se refiere. Son una maravilla si no se olvida que la actitud prima tanto en el desarrollo de la formación y el desarrollo de la nobleza del profesional sobre los conocimientos adquiridos y destrezas.
He escuchado frases como “Si yo abro al público a las 13:30 y no entra nadie hasta las 14:30, yo no tengo porqué pagarle a ese camarero que está esperando en la puerta si no me genera nada”, “Busco a alguien a media jornada” (siendo la media jornada un turno de seis horas y media, porque no va por la noche), “Encima que les enseño”, “Si yo hago más horas que ellos, doy ejemplo y no tiene porqué quejarse”, “Menuda panda de mileuristas”, “Esto es hostelería y si su día libre cae en festivo tienen que entender que hay que trabajar”, “Si se quedan tomando copas los clientes, hay que aguantar”, “Si tengo que cumplir todo lo que dice la ley tengo que cerrar”… y un sinfín.
Quiero agradecer a todos aquellos que no hicieron ni fomentaron los comentarios anteriores, que son muchos y no han de sentirse aludidos.
La salida más fácil para muchos profesionales fue ir a los hoteles, ya que estas empresas generalmente respetaban los convenios. Otros encontraron la solución a la falta de vida personal en la representación de bodegas o la docencia buscando de esta manera un mejor horario. Personas ampliamente formadas encontrando una profesión ajena a la restauración.
Tristemente asentado, el sueldo de un profesional de restauración habitualmente se negocia en neto, con las pagas prorrateadas, con desplazamientos y sobre todo dietas incluidas: todo es una engañosa negociación, una vez más.
Parecía que se iban a firmar las horas, pero llegó la pandemia y todo se olvidó…
Y ahora toca pagar la cuenta, pues pocos quieren ser camareros y los restauradores no encuentran profesionales (al menos, ahora, quieren profesionales), los profesionales no quieren ser restauradores asalariados, los que deciden su futuro no quieren esa vida casi esclava y por consiguiente todos pagamos un pato que ya no se caza.
Pero hay luz: conozco a muchos que luchan por no dar lo vivido, que hay quien abre una persiana y respeta, quien cobra y paga, quien se sorprende por dar y recibir lo justo y no se aprovecha, quien ama la hostelería, el trabajo, el trabajador y el profesional como debe ser.
Agradecimientos a Benno Herzog, sin su ayuda este artículo sería mucho peor.
Maximiliano Bao Cabezos