En el parking que mira a las espaldas de los restaurantes del Paseo Neptuno de Valencia, a las faldas del impresionante Hotel Las Arenas edificado sobre las ruinas de un pasado balneario y a las puertas del proyecto de la dársena del puerto donde se erige el Veles e Vents y ondean majestuosas dos banderas, un proyecto que año tras año, sigue en proyecto; en ese precioso enclave me rayaron el coche.
Tal como lo vi me sumí en una escena pasada en la que el aroma de El Carmen era de orina caliente, sudor, basura y miedo a un inminente robo rodeado de prostitución y jeringuillas usadas. Recordé como de niño en todo descampado con posibilidad de aparcar coaccionaban uno o varios “gorrillas” – intentando entre ellos dominar ese trocito de jungla – a los conductores, chantajeando el cuidado del vehículo por una limosna destinada a calentarse en un trozo de papel Albal.
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Me acordé de las terrazas de los bares donde las mesas olían a bayeta roñosa, mohosa, sucia y apestosa, los camareros lucían una camisa de manga corta, amarillenta y salpicada de grasa con el paquete de Ducados transparentándose en el bolsillo del pecho. Me adentré soñando despierto y pude ver serrín en el suelo tras la barra y una pila llena de agua jabonosa donde asomaba entre la espuma verde un iceberg de platos, tazas y copas de caña.
Recuerdos borrosos que describe Leo Harlem: Leo Harlem – Restaurantes clásicos contra restaurantes modernos – YouTube
Me sorprende recordar montar las mesas del comedor del restaurante con ceniceros, así como ofertar cigarros puros dominicanos y sobre todo cubanos, terminar de trabajar y notar el escozor en la comisura de los labios gracias al humo que se respiraba y que se adhería a la ropa como un político a un asiento. Era el mismo aroma que difundía minutos después en el pub que en aquella época me tocase visitar. Durante el cambio de la legislación era patente el miedo a la caída de un horario de restauración de carajillo de Terry y cortado “de sobre” con dos de azúcar.
Casi todo fue cambiando y los manteles de papel pinzados en la mesa fueron dando paso a los de tela o a la ausencia de ambos, la tela gris del cigarro por el olor a guiso o a desastrosos ambientadores y el blanco de los uniformes a un negro que hizo falta aprender a mantener limpio. Los zapatos de cuero blando pasaron a la historia por las zapatillas de deporte, tan instauradas que se me acaban las razones para defender mi desconformidad con ellas.
Es curioso y a mis ojos ofensivo, ver como algunos cocineros obvian los reglamentos correspondientes a la seguridad e higiene y lucen sus chaquetillas – que no falte la bandera (que respeto y muestro mi apoyo tanto al que la borda como al que no) – fuera de la zona de fogones, en ferias, ponencias o paseando al abrigo de los tubos de escape y la biodiversidad callejera.
Echo de menos el convoy metálico donde la sal gozaba de la compañía del arroz: me permitía inundar la lechuga romana en un aceite del que me despreocupaba su procedencia, primando en exclusiva el sabor del mismo. Echo de menos aquellas ensaladas y los zarajos expuestos, echo de menos los pezquiñes fritos, pero defiendo que no vuelvan.
Era asqueroso beber en un vaso de tubo: disimulado quedaba un gin-tonic de Larios con rodaja de limón, pero aberrante era un doble con dos dedos de espuma en un cilindro que nunca llegaba a estar limpio. La cristalería no se repasaba, se lavaba en el mismo lavavajillas que los platos de las tapas, se guardaba boca abajo sobre trozos de bayeta o directamente marcando su huella en el acero inoxidable; observo las tazas de café volcadas encima de la cafetera calentando la zona del contacto con los labios, los trapos y servilletas secándose encima, escucho el estruendo del golpe en el cajón del café usado y miro con decepción el plato sucio de café al levantar la taza. Y sin darme cuenta, en este párrafo pasé de hablar en pasado a un habitual presente.
Recuerdo con pavor la limitación alimentaria de los niños resignada a un plato de paella o de macarrones con tomate; y esto no era culpa del restaurante. Lo asocio a un trozo de Comtesa con nata montada de postre, como el limón helado a un “Chino” de rollitos de primavera, cerdo agridulce, bolitas de pollo y tallarines con bambú y setas.
Al hilo del comienzo, resulta que han pasado treinta años de aquellas vivencias, pero al igual que entonces, sólo nos resignamos a intentar luchar contra este sistema de “bancos pintados” o nos sumimos y pagamos el precio de la extorsión. A mí ayer… me rayaron el coche.