Yo ya escuchaba música antes de leer a Nick Hornby, pero este fue el disco que fijó en mí de una manera indeleble el eco latente de una idea que llevaba tiempo rondándome la cabeza: el momento particular en el que uno escucha cierto disco o lee un determinado libro crea un vínculo muy especial con ciertos aspectos de uno mismo y, quizá, de algunas personas que confiesan haber pasado por una experiencia semejante.
La primera vez que escuché ‘Veedon Fleece’ pareció que la bruma de Irlanda llenaba la habitación donde estaba y que el sol que entraba por la ventana la descomponía en millones de gotas apenas visibles pero muy presentes.
Los primeros acordes de «Fair Play» junto con la voz de Van Morrison crean una suerte de nana plagada de referencias literarias. Al instante te das cuenta de que
estás ante algo sutil y especial. Cuando Morrison grabó este disco salía de una gira extenuante y de vivir fuera de su tierra. Se podría decir que de alguna manera volvía a sus raíces, tanto musicales como vitales.
En «Streets of Arklow» el rugido de Morrison va en aumento acelerando el ritmo al son de una flauta de lengüeta irlandesa y, sin darte cuenta, te ves paseando por una ciudad que ya haces propia. No te apees, porque viene la hipnótica y llena de tensión «You don´t pull me no punches,you don´t push the river» que me atrapó literalmente en un bucle del cual todavía no he conseguido salir, porque en su repetida escucha encuentras la magia de Morrison en estado de gracia, como en Astral Weeks. Entre figuras místicas y religiosas paseamos en busca de la redención, el refugio o simplemente de la belleza, vaya usted a saber. Pero siempre algo propio.
Parece que el cristal de la ventana se desempaña con «Bulbs» y su tono más desenfadado, en el que se intercala la influencia de la música americana. Es inevitable mover el pie al ritmo de la guitarra sobre un imaginario suelo crujiente de madera, mientras Van chilla desde el otro lado de la estancia al fundirse las bombillas.
La voz coge el timón en «Cul de sac», cambiando de registro hasta convertirse en otro instrumento más y erizando hasta la piel del viejo sofá donde estás sentado, en el que simplemente te dejas llevar hasta caer en un agridulce sueño del que no querrías despertar en, al menos, dos canciones más.
Un disco o un viaje de la mano de un Van Morrison cercano a la divinidad que te pasea por los parajes verdes y ocres que todos visitamos de vez en cuando.