En la parte final de Uno de los nuestros, el protagonista, Henry Hill (Ray Liotta) intenta escapar a una espiral de drogas y violencia que le han llevado a los bordes del abismo. Acude entonces a su mentor, Paulie (Paul Sorvino), el hombre que le introdujo en el mundo mafioso de su Queens natal. Paulie lo mira con desprecio, desconfianza y resquemor: Henry era uno de ellos, y ya no lo es. Con pena y mediante un gesto que nos recuerda su intangible poder, extiende su mano izquierda hacia el bolsillo y le da un fajo de dólares. Posteriormente, hierático afirma: “Ahora te tendré que dar la espalda”. Un último favor para el chico que él mismo modeló como mafioso y que con sus excesos, ha traicionado a la familia.
Durante el transcurso de esta escena, el crepitar incesante de un aceite a fuego alto no deja de puntuar la conversación. Paulie está friendo unas salchichas, como cualquier otro día. Mientras Henry se retuerce nervioso, viviendo con intensidad mayúscula la humillación última de haber perdido el favor de la familia, Paulie ejecuta su cotidianidad, sin más. Las salchichas son los testigos impasibles de esta conversación que posteriormente impulsará a Henry a romper todas las reglas: delatará a su familia arrogada. Él escapará y conseguirá rehacer su vida; ellos se pudrirán en la cárcel.
No es la primera vez que la comida se torna personaje central en Uno de los nuestros. En un tono radicalmente diferente, Scorsese retrata los copiosos manjares que los mafiosi cocinan y degustan en la cárcel, donde reciben un trato de favor, como si fuese un grupo de señores maduros compartiendo piso con acceso ilimitado a marisco, prosciutto, salami y parmigiano. Entre rejas, los sobornos daban rédito, casi desmedido. Y los mafiosi encarcelados, sin mamma cerca para llenar sus estómagos estridentes, encontraban su lugar en el mundo temporalmente elaborado esas salsas que remitían al peso cultural irrenunciable de su origen italiano.
La diferencia entre estas dos escenas ilustra una de las características fundamentales de los retratos violentos y nostálgicos que Martin Scorsese ha realizado de la mafia neoyorquina a lo largo de su larga trayectoria. Son mundos de machos vociferantes, a punto de emulsionar constantemente y lanzarse sin freno a los caprichos de sus instintos más básicos y dejar cadáveres en cada cuneta. Al mismo tiempo, son gente que constantemente traza puentes culturales con la madre patria, la Italia al otro del Atlántico que sus ancestros dejaron atrás escapando de la hambruna europea a comienzos del siglo XX. Y precisamente, el ritual culinario, el placer diario no solo de comer sino también de elaborar manjares fatto in Italia es lo que hace que su existencia como tales tenga un sentido orgánico. No son el uno sin el otro.
Otra escena de Uno de los nuestros cierra definitivamente el círculo. Henry, Jimmy (Roberto de Niro) y Tommy (Joe Pesci) acuden de madrugada a la casa de la madre de este último. Acaban de matar a golpes a un tipo que cometió el error de reírse de Tommy en la barra de un bar. La madre (que en realidad es un personaje interpretado por la propia mamma de Martin Scorsese) les recibe con los brazos abiertos. Elipsis. Los cuatro se sientan a comer pasta que la señora acaba de preparar, como si no hubiese pasado nada. Tommy ya no es el violento demente que aterroriza a enemigos y amigos por igual por temor a que sus arrebatos imprevisibles se desaten sino un buen hijo, un bon xiquet, que trata a su madre con respeto y cariño. La comida es el mecanismo que nos da acceso a esta cotidianidad: ya no son unos asesinos sanguinarios sino unos amigos alrededor de una mesa, unidos por ese hilo umbilical fácilmente descifrable que Scorsese nos ofrece periódicamente en cada uno de sus retratos de mafiosi neoyorquinos.