Hablar de vinos es complicado. Convertir la complejidad de un vino, es decir, de una experiencia estética a unas cuantas palabras es algo que les cuesta a muchas personas.
El secreto del lenguaje radica en su abstracción. Sólo abstrayendo de la particularidad de nuestras experiencias podemos comunicarlas a otros que no las comparten con nosotros. El lenguaje simplifica la realidad. Cada palabra es una abstracción de las particularidades singulares y crea categorías más generales.
Al decir, por ejemplo, “árbol”, omitimos muchísimos aspectos del árbol individual, pero ganamos en economía lingüística. Si cada vez que quisiéramos hablar del árbol que nos da sombra, tuviéramos que hablar de la clase de árbol que es, de su edad, tamaño, tacto, olor, etc., no llegaríamos nunca a contar lo que hacíamos bajo la sombra de ese árbol concreto.
Con el vino no es diferente. Encontrar el grado de complejidad adecuado puede ser muy complicado. Muchos han arremetido contra Robert Parker, así como contra otros que utilizan puntos para valorar un vino. Al igual que un beso o un ser humano, así el argumento, no podemos reducir un vino a unos puntos. El vino sería una bebida demasiado compleja como para reducirla a una única escala. En vez de ello, en las catas hablamos de color y viscosidad; de aromas primarios, secundarios y terciarios, así como del gusto, retrogusto y de la sensación táctil en boca. Estas anotaciones pueden tener fácilmente varios párrafos.
Incluso hay tradiciones directamente más poéticas, de uso de metáforas y comparaciones para intentar expresar esta singularidad de la experiencia estética que es el consumo de vino. Además, no sólo desde el punto de vista de la mercadotécnica, cada vez más resulta importante el storrytelling, es decir, la elaboración de una historia que sitúa un vino en una región con un proyecto (algunos dicen incluso una “filosofía) del enólogo y que explica el proceso de vinificación y alguna que otra anécdota graciosa.
Una simple puntuación omite todos estos detalles; no nos dice qué aromas podemos esperar, no ofrece ideas sobre con qué podemos combinar el vino, y no aporta material de conversación adicional. Ofrecen al consumidor un veredicto final y aparentemente objetivo.
Si es así, ¿cómo es entonces que las puntuaciones tienen tanto éxito y que incluso grandes bodegas se esfuerzan por crear vinos al gusto de un único crítico con tal de tener una puntuación alta?
Lo que a unos les parece una simplificación inadmisible, para otros es una gran ayuda. El gran problema que tiene el consumidor medio cuando se encuentra sólo ante la estantería de vinos de un establecimiento es qué vino elegir. Y la pregunta que se formulan millones de comensales al beber juntos una botella es “¿es bueno este vino?”. No quieren saber si la etiqueta hace referencia a una figura mitológica, si hay toques de arándano o si se ha tostado mucho o poco la madera de la barrica utilizada.
¿Es tan difícil para los críticos de los puntos entender que muchos consumidores simplemente quieren un vino “bueno”? La puntuación ofrece una orientación fácil de entender. Ayuda a detectar de un vistazo a la estantería un vino muy bueno o uno excepcional. No hay que ser gran entendido en vino para comprender que un vino de 97 puntos se supone que es mejor que uno de 89. Y la calidad mayor también justifica un precio mayor.
Desde la sociología podríamos decir que una etiqueta con una puntuación de una institución reconocida presenta un “capital simbólico”. Y este capital simbólico, se puede convertir en capital económico para los productores. Una puntuación alta, no sólo ayuda a un vino a destacar en el océano inabarcable de ofertas de vino, también hace aumentar su demanda y la disposición de pagar algunos euros extra. Las bodegas lo saben, y obtener vinos con una puntuación alta —o ganar algún tipo de medalla en un concurso— forma parte de su estrategia comercial.
El problema sólo es que este vino con puntuación alta puede no acabar gustándonos, o a las personas con las que compartimos esta botella; o puede no funcionar con esta comida concreta. Si se ha elaborado un léxico tan variado alrededor del vino no es para satisfacer el gusto por la palabrería de algunos consumidores pretenciosos. Es porque acertar con el vino es mucho más que elegir un vino bueno. De la misma forma en que una persona podría tener un coeficiente de inteligencia alto, pero tener una conversación que a nosotros nos aburre, así también el disfrute de un vino depende de mucho más que sólo del vino mismo. Tiene que combinar con la comida y resonar con el gusto de cada uno. Para ello, toda esta información adicional que ofrecen las notas de cata nos puede ser de gran ayuda si la sabemos leer.
Fiarse de una puntuación para un proceso tan complejo parece más bien propio del esoterismo de la numerología que de la complejidad de la realidad.
Pero: el éxito del esoterismo reside justamente en que nos ofrece respuestas fáciles a cuestiones complejas. A este respeto, fiarse de una cifra no es menos acertado que entrar en un bar cualquiera y simplemente pedir “un vino tinto”, cosa que la mayoría de nosotros hemos hecho en algún momento. El secreto del lenguaje reside en que se tiene que adaptar a la situación. En este sentido, una simplificación puede ser igualmente acertada o tan fuera de lugar como una descripción compleja. Todo depende de la situación comunicativa.