“¡Qué pida el vino fulanito! Él entiende de vinos”. Esta es una frase típica que podemos escuchar cuando salimos a cenar con amigos. Pero, ¿qué significa exactamente entender de vinos? ¿Qué caracteriza el conocimiento sobre esta bebida milenaria?
Existe toda una rama de la ciencia que se dedica al problema del conocimiento. La epistemología —del griego epistéme, es decir conocimiento y lógos, que significa estudio, lógica de, o ciencia— se ocupa de los fundamentos, la naturaleza y la validez de nuestro conocimiento. La reflexión sobre la naturaleza de nuestro conocimiento acerca del vino la podríamos llamar entonces, siguiendo la propuesta del filosofo italiano Nicola Perullo “Epistenología”. ¿Qué hacemos cuando bebemos, catamos, valoramos un vino? ¿Cómo adquirimos nuevos conocimientos sobre este líquido tan especial? Estas son algunas de las preguntas de la epistenología a las que me quiero acercar en las próximas líneas.
Las ciencias naturales intentan estudiar la realidad de forma objetiva, como si el sujeto del conocimiento, el ser humano, no importara. En las ciencias sociales y las humanidades, al contrario, sabemos que los sujetos importan; que nuestro conocimiento está influenciado de múltiples formas por la sociedad, la cultura, nuestra experiencia biográfica y nuestros pre-juicios.
Un buen sumiller sabe que no existe un criterio de calidad único para cada consumidor. A parte de la comida con la que debe maridar el vino, interfieren por ejemplo las experiencias previas y las expectativas. Hay múltiples experimentos mediante los cuales se puede mostrar que una gran cantidad de pre-conocimiento influye en nuestra sensación organoléptica del vino. Ya antes de tomar el primer trago, muchas veces tenemos información sobre la botella, la etiqueta, el precio, el lugar de consumición, la compañía, el color del vino, etc.; y este pre-conocimiento ya crea un pre-juicio. Uno de los experimentos más reveladores en el mundo del vino ha sido el de dar a beber a unos participantes un vino blanco con colorante, de tal forma que parecía vino tinto. El resultado fue que los sujetos describieron el vino con la terminología típicamente usada para describir el vino tinto. Igualmente sabemos que un alto precio para una botella crea unas expectativas y una predisposición a fijarse más detenidamente en la complejidad de los aromas y sabores. Lo mismo es cierto para la solemnidad con la que se celebra en un buen restaurante el descorche y que ya señala al consumidor que aquí no se sirve una simple bebida sino un objeto digno de veneración.
Hay mucho conocimiento objetivo alrededor del vino. El grado de alcohol, la uva de la que procede, los meses que ha estado en barrica, o la región de procedencia, cuentan como datos facticos. Pero el tipo de conocimiento que buscamos los consumidores siempre está relacionado con nuestra subjetividad y con la subjetividad de las personas que comparten la botella con nosotros. No pretendemos un conocimiento objetivo. Más bien ya, de antemano, tenemos un interés particular de conocimiento: queremos que el vino nos guste o nos sepa bien, o nos sorprenda, etc. Con otras palabras, queremos no una verdad objetiva sino una relación lograda.
Este conocimiento es por definición diferente a aquel conocimiento técnico que busca una verdad objetiva. En el caso de hablar juntos sobre el vino, más bien se busca un acuerdo entre los participantes. Se busca una valoración compartida, aunque también puede consistir en el consenso de que hay disenso, es decir que cada uno valore el vino de forma diferente.
Por el carácter subjetivo del conocimiento sobre el vino, realmente entender de vinos debe empezar con entender a quienes lo consumen. Los buenos sumilleres lo saben, por ello hacen preguntas sobre nuestros gustos y experiencias previas. Es justamente por su habilidad humana y su conocimiento de la naturaleza humana por lo que son capaces de recomendar en poco tiempo un vino. Y no un vino “objetivamente” bueno, sino un vino adecuado para este comensal en particular.
A ello les ayuda saber que los seres humanos no son individuos aislados, más bien son seres ya socializados. Llevan la marca de la sociedad y de diferentes grupos sociales ya dentro de si. Sabemos que las clases altas tienen un gusto diferente al de las clases bajas. Es así no porque el dinero cambie las papillas gustativas, sino porque a lo largo de su vida las personas de clases altas han consumido otros alimentos que las personas de clases más bajas. Sabemos, además, que con las diferentes culturas gastronómicas en el mundo también hay diferentes gustos. Lo que a un español le parece demasiado picante, a un tailandés le puede resultar muy agradable al paladar, y en muchas culturas se consumen alimentos que en otras reproducen rechazo. En este sentido también hay diferentes socializaciones en culturas del vino. Personas de diferentes procedencias a menudo tienen también diferentes preferencias de vino. Y sabemos también que las mujeres tienen gustos diferentes al de los hombres. Independientemente de las diferencias biológicas, sobre las que no me atrevo a escribir, hay diferencias también en cuanto a la socialización gastronómica. El ideal de la masculinidad tradicionalmente se ha asociado con comer mucho, comer sabores más fuertes y beber también mucho. Para las mujeres quedaba el papel de guardar la línea, comer poco y comer comidas más suaves. Además, en esta sociedad, se pueden permitir mucho menos que los hombres perder el control por el consumo de alcohol. Como consecuencia, las mujeres han desarrollado un gusto diferente, por ejemplos por vinos más ligeros que los hombres.
En resumen: las disputas sobre la “correcta” percepción de un vino, en última instancia, remiten a los procesos de socialización de los consumidores. Y esta, a su vez, remite a la sociedad en la que uno vive. El conocimiento sobre un vino puede ser de carácter técnico, objetivo, distante. Pero no es el tipo de conocimiento que suelen buscar aquellos que consumen el vino. No quieren una evaluación distante. Más bien quieren ingerir el vino y fusionarse de esta forma con él. Gozar de un vino no es pasar un examen. Hemos visto que desde un punto de vista epistenológico disfrutar de una buena copa nos remite a nosotros, como sujetos que disfrutamos. Nos remite y relaciona con las personas con las que compartimos una botella. Y nos vincula con la sociedad, con su cultura y su gente. ¡Qué placer más supremo!