¿Ha evaluado Ud. últimamente su transacción de Amazon o el servicio de limpieza en el baño del aeropuerto? ¿Cuántas estrellas ha dado al hotel de vacaciones y cuántas a su conductor de taxi? ¿Ha puntuado su experiencia en el restaurante y el vino descorchado en casa?
Hoy en día estamos llamados constantemente a evaluar —y, en la mayoría de los casos, públicamente— todo tipo de productos y servicios. Lo que antes era el trabajo de algunos críticos culturales y gastronómicos destacados, ahora es realizado de forma creciente por un enjambre, una masa anónima de consumidores. Muchas veces este cambio se presenta como democratización y empoderamiento del consumidor. No obstante, trae consigo varios problemas y reproduce una noción peligrosa de democracia.
Hace dos meses ya hablé en esta columna de la imposibilidad de expresar experiencias complejas con un simple sistema de puntos. Ahora voy a ir un paso más allá, analizando los efectos que tiene esta forma de relacionarse con productos y servicios.
La función aparente de las evaluaciones es la de recomendar bienes y servicios o, por el contrario, avisar de que no valen la pena. El efecto es que cada vez más clientes miran en plataformas como tripadvisor antes de elegir un restaurante y tienen en cuenta las evaluaciones recibidas. Aquellos restaurantes con buenas valoraciones van a tener más clientes que aquellos puestos a parir (si no cuentan con otras ventajas en el mercado, como por ejemplo aquellos que ocupan una situación de casi monopolio en un lugar privilegiado). Y en muchas plataformas los algoritmos muestran como primeros resultados aquellos con buenas evaluaciones, lo cual aumenta la visibilidad de estos productos y servicios y con ello la probabilidad que se realice una transacción con ellos.
Para los productores, los restaurantes, las bodegas cuyos vinos están evaluados, etc., este creciente poder de los consumidores tiene un importante impacto. Sabiendo de las consecuencias de tener malas evaluaciones, hay que hacer todo para recibir buenas puntuaciones. Una práctica muy común es preguntar a amigos, familiares y clientes satisfechos, que evalúen el producto o servicio. Otra práctica consiste directamente en la compra de buenas reseñas. Y, por supuesto, se debe realizar un esfuerzo para ofrecer un producto o un servicio que satisfaga al consumidor. En este sentido, el empoderamiento del consumidor debería servir para premiar buenas ofertas y castigar o eliminar las malas.
Ahora bien, ¿como puede saber un restaurante qué es considerado por los clientes un buen restaurante?, ¿cómo conocer el gusto de cientos de voluntarios que otorgan en actos aparentemente contradictorios entre 1 y 5 estrellas a una bodega? Ahí radica una de las principales diferencias entre un buen crítico y una masa anónima. Importantes críticos del vino como Robert Parker, o las guías gastronómicas renombradas, como la Guía Michelin, siguen unos criterios bastante trasparentes. Bodegas en todo el mundo saben cómo tienen que elaborar el vino para satisfacer el gusto de Parker (lo cual también puede conducir a una uniformidad problemática; pero esto es otro tema) o puede desarrollar un discurso propio explicando por qué sigue otros criterios de calidad. Pero: ¿qué busca la masa anónima a la que uno debe someterse si quiere tener éxito? En otro contexto, el sociólogo alemán Peter Decker, llamó “autoritarismo secundario” a esta obligación y disposición de someterse constantemente a valoraciones de masas anónimas en la esfera virtual.
Lo que estropean estas evaluaciones es la posibilidad y la capacidad de comunicar entre cliente y proveedor. En un restaurante, la comunicación interpersonal, puede consistir en preguntar, explicar, conocer y aprender por parte de todos los participantes. Como clientes podemos decir lo que buscamos en la comida, el servicio, o el vino. La tarea de un buen restaurante entonces, no solo es intentar adaptarse a nuestro gusto o procurar redirigir al cliente hacia los platos o vinos que más le van a satisfacer, sino también explicar por qué trabajan como trabajan. De esta forma se puede desarrollar el milagro de la comunicación: ambas partes, no solamente están condenados a medir la distancia entre sus ideas, sino que pueden producir una “fusión de horizontes”, una situación en la que ambos descubran algo nuevo y creen criterios comunes sobre lo bueno, agradable o deseable.
El modelo democrático de las evaluaciones anónimas se basa en el aislamiento, en el distanciamiento de los consumidores entre si, y con respecto al bien o servicio que evalúan. Pero cuando hablamos con las personas que tenemos en frente, nos acercamos al modelo de la democracia deliberativa. En este modelo exponemos nuestras impresiones, gustos y argumentos y nos exponemos a que sean refutados o modificados por el otro. Como resultado habremos creado no solo un vínculo social más fuerte con el otro, sino que también habremos aprendido algo más sobre el otro, sobre nosotros y sobre la comida o la bebida que estamos consumiendo. Poner a prueba y a debate nuestras impresiones, nos ayuda a agudizar nuestras percepciones.
Por ello, queridos amigos: Hablen con los camareros y con el jefe de cocina. Hablen entre ustedes sobre la comida, el servicio y el vino. Puedo asegurar que la experiencia mejora cuando la compartimos.