Fray Benito Jerónimo Feijoo, en el discurso VII del volumen VI de su «Teatro crítico universal», relata la historia de Francisco de la Vega, hijo de don Francisco y de María del Casar, casados ambos entre sí y vecinos de Liérganes. O de por ahí cerca, quizá. Cuenta Fray Benito que la madre, una vez viuda, envió al niño a Bilbao para que se pusiera de aprendiz en una carpintería. En la víspera de san Juan del año 1674, exaltado por el orujo blanco, hipnotizado de luna llena, harto de respirar serrín, Francisco recorta vectorialmente la playa de Arrigunaga y se lanza a nadar, en pelotas, tarareando un estribillo idiota, rompiendo las espumas y segmentando, como en secreto ritual mitraico, los remolinos levógiros de la superficie. «We are the champions», grita en la nocturnidad del aire húmedo, con la mano derecha empuñada, desafiando así, una por una, las olas oscuras del Cantábrico y las confusas enéadas de Plotino, que son -o lo eran- en número de nueve.
Cinco años más tarde aparece en la costa de Dinamarca arrugado como un pañuelo usado, y poco después es visto en el Canal de la Mancha, y luego en Cádiz, pero sus alaridos no son ya humanos, pues los gaditanos carecen por entonces de comprensión lingüística y en sus oídos resuenan las advertencias apocalípticas de Francisco como el lejano eco de un cántico neoconstantinopolitano del siglo XV. Es decir, como una barbarie acuática, pero epistemológicamente subtitulada. Unos pescadores sordos de Conil le atrapan echándole migas de pan, y viendo que abunda en escamas le conducen, atado y amordazado, hasta el convento de san Francisco, que está lleno de bóvedas encamonadas. Allí, retorciéndose entre la yesería y las pilas bautismales, agitando las palmas membranosas y los pies palmeados, es interrogado por el abad don Diego del Sagrario, hombre de gran estatura, que cree escuchar, entre tartamudeos y blasfemias, el nombre esdrújulo de «Liérganes». Nadie entiende nada de entre los monjes asistentes, ya que más añoran estos un trozo de queso curado que las entrañas de un pez con aspecto humano, y el tipo, en realidad, presenta una imagen equívoca y un tanto desagradable, amojamada y reptílica. Avisan, pues, al Secretario del Santo Oficio -todavía bien visto entre sus iguales-, don Domingo de la Cantolla, de natural cántabro, que no duda en localizar el mencionado gentilicio, que también es el suyo, y que apenas dista unas millas de Santander. Envía Domingo una comisión descalza hasta un monasterio pasiego para averiguar si saben algo de todo esto, es decir, de un hombre-pez que habla con enigmas, y los enclaustrados les dicen que sí, que cinco años atrás un tal Francisco de la Vega desapareció en la playa de Arrigunaga, nadando cual mariposa y emitiendo improperios. Encarga el inquisidor al monje Juan Rosendo que se llegue hasta Liérganes con el anfibio ese, y a la altura del Monte de la Dehesa se adelanta el bicho y golpea, como pródigo, la puerta de la casa de doña María del Casar, que lo reconoce como hijo a pesar de las escamas y de la incipiente aleta dorsal. Francisco se instala y se aletarga en el domicilio materno y cae en aguda depresión, pues la realidad aledaña le aburre y le empobrece el espíritu. Apenas habla y en su delirio hegeliano camina desnudo, o incluso descalzo por los montes y las cabañas de las vaques, sin comer ni beber ni mostrar entusiasmo por nada. Nueve años después desaparece sin dejar señas, ni rastros, ni indicios.
No os cuento esto porque sí. En 1988, justo trescientos años después, dí en caer casualmente por un bar de Liérganes llamado «Las hijas del hombre-pez». Yo no tenía ni puta idea de toda esa historia. Le pedí al propietario un vermú y quiso él alumbrarme con una variante maravillosa, el Negroni, que elaboró así ante mis ojos: en vaso pequeño un hielo cúbico y rodaja fina de piel de lima, ginebra Siderit, Campari y vermú a partes iguales, más un chorrito de soda, y todo ello removido con cucharilla de plata y paciencia montañesa, mientras me relataba con emoción lo del hombre-pez, que fue verídico antepasado de su esposa, aunque él apenas podía creerlo, ya sabéis, la señora tenía sus manías y se había empeñado en recuperar ante la humanidad incrédula la historia de Francisco de la Vega, poniendo aquel título tan pomposo y marciano al establecimiento familiar. Yo jamás podré olvidar aquello, y entre porros y camparis rememoro ahora la revelación que me fue dada, y así se lo he contado hoy, sin tapujos ni engaños, a mi amigo Emilio, que apenas me ha dado crédito.