Un soneto me manda hacer Violante, pero no me da la gana. Tampoco voy a complicarme la vida con una columna de opinión sobre la actualidad gastronómica, eso seguro. Dejo esos aburridos quehaceres para el pijerío local, tan aficionado a influencers e instagramers. Lo mío, he de decirlo desde ya, es –o será- un puro dislate. Historias muy raras. Nada parecido a lo que estáis acostumbrados. O sea, que en vez de columna es agujero, guarida y foco de infección. Proust era un pesado. Los chefs de moda me repatean. La crítica me resbala. Los grandes eventos me producen grima. Si he aceptado el encargo este ha sido por simple afinidad con el chalado de Santi. Allá él, no es culpa mía que se empeñara. Oye, Miñarro, —me dijo—, tienes que colaborar en la cosa esta, que va a ser la vanguardia de la prensa valenciana, ya verás. Y yo le advertí de las condiciones, o sea, de que iba a ser muy bestia, como siempre.
Sé de lo que hablo porque llevo en esto de la hostelería casi veinte años, así que he visto de todo. Incluso lo más inimaginable. Hoy os hablaré de cocineros. Otro día abordaremos diversas rarezas más o menos relacionadas con la gastronomía, como el olor de la sangre, el uso correcto de los cadáveres o el significado metafísico de engullir caracoles. Quizá también de la voracidad humana, de los agujeros negros, de la coprofagia ritual o de la paella como símbolo del universo. Pero hoy no, hoy solo me centraré en los cocineros, que son unos tipos de lo más extraño, puedo jurarlo.
Comienzan su vida como cualquier otro humanoide, eso es cierto, pero suelen decantarse muy pronto por el coleccionismo de insectos, la cocción de ranas a baja temperatura y el destripamiento de pequeños reptiles. Durante esta primera fase de su vocación acostumbran a escribir notas culinarias en su diario alquímico, con gran profusión de datos, fórmulas y recetas simples. Les apasionan las burbujas, los objetos punzantes, el olor a gas.
El alma de un cocinero incipiente vibra cuando se infla una masa en el horno, cuando se polimeriza la puntilla de un huevo frito, cuando canta en la sartén un trozo de espárrago. Es su gozo similar al de un santo estilita del desierto al recibir el martirio, o sea, una cosa tremenda, un agudo deleite espiritual, un alarde gnoseológico absoluto.
Luego viene la época de las tentaciones. Y de las dudas. ¿Seré yo un Brillat-Savarin, un Antonin Carême, un Bocuse, un Escoffier? ¿Debo volcar mi sabiduría en las cocinas de la alta aristocracia o, por el contrario, dedicar mi vida y mi aliento a los comedores populares? ¿Es la cocina china la más sublime expresión del nihilismo? El periplo se complica. Ya ha atravesado la escala iniciática: friegaplatos, aprendiz, ayudante, sartenero, salsero, parrillero, marmitón… Ahora aspira a la verdadera transmutación, al Opus nigrum. Ha leído las Confesiones de Anthony Bourdain y se pregunta si acaso no será él uno de los elegidos, aunque de momento ni ha participado en ninguno de esos desenfrenos sexuales que narra el neoyorkino ni su nariz es una frenética aspiradora de cocaína. Será cuestión de esperar.
Nuestro aspirante a cocinero, sentado de noche ante el televisor, alucina con el éxito mediático de las grandes estrellas culinarias. Disfruta con la apostura de un guisandero neonazi embutido en uniforme blanco, que señala con el dedo a los concursantes proclamando a gritos su merecido castigo. O se relame las tripas imaginando las virtudes esferificadas de un calamar noruego.
Su primer empleo como chef le llega de inmediato. Es solo una sustitución temporal, pero en su interior jalea un coro angélico; ya se ve en el centro de mando, con su sombrero chamánico y su uniforme lleno de botones dorados, alardeando de sabiduría tecnológica ante un horno eléctrico de aire caliente con pantalla digital y sistema de autolavado. Callan los serafines. En la cocina de Ca Pepe no hay más que dos microondas, una miniparrilla, un horno de panificación de un solo ventilador, una cocina a gas de tres quemadores y una freidora pequeña de cuatro litros. El fregadero, por llevar la contraria, es enorme. A su lado, un cubo negro de goma emana un gas tóxico. Debe ser sulfuro de hidrógeno. O amoníaco.
Al principio tan solo se escucha un murmullo sordo, pero la bestia comienza paulatinamente a rugir. El comedor se está llenando de gente y los camareros llevan a la cocina sus mensajes, uno detrás de otro. La caligrafía parece asunto alienígena: MI 3 p1qu1ll0s I s010m1ll0 + I b4kl40 I cr0qt4s j4m0n, M2 I g4mbas aj1ll0, M4 I br4v4s 2 c4l4m4res… Vamos, pequeño Ramsay, no te amilanes, ya es tuyo, preparaste una maravillosa mise en place, se dice a sí mismo, pero pronto le atosigan los malditos mensajeros del Leviatán, “oye, capullo, hace media hora que te pedí el lenguado”, “qué pasa con las puñeteras berenjenas de la 5”, “este bacalao está crudo”… Memoriza, controla los tiempos, saca esa bandeja, ¿dónde demonios está el shichimi tōgarashi? Te secas el sudor de la frente con un trapo sucio. Crece un huracán de caos en la cocina. Una botella de tabasco cae al suelo. Abre el horno, conecta el micro, saca lo de la mesa 7, agita, menea, coge las pinzas, mueve la cuchara, emplata, échale la salsa, dibuja una espiral, coloca el rábano, sopla, toca, recorta, enciende, apaga, echa un poco más de eso, coño. Una hora después la tormenta llega a su punto más álgido y después se ralentiza. El servicio ya está terminando. Se te ocurre que mejor fileteas ahora la merluza descongelada que necesitarás mañana, abres el cajón de los cuchillos e inevitablemente te sajas la yema del dedo índice. Gritas. Brota la sangre roja, que gotea sobre las baldosas. Rebuscas en el botiquín, sacas como puedes la micropore y te enrollas la cinta. Aparece el jefe con un whisky en la mano, medio beodo, que qué tal lo has llevado, que esto parece una pocilga, date prisa, hombre. Ahora recoge los tuppers, revisa la cámara, etiqueta las salsas, friega los cacharros, barre el suelo y tira la basura.
Pasa ya la media noche y nuestro chef recorre cansado, en bici, el camino a casa. Todavía le escuece el dedo y tiene los pies hinchados. A Dabiz Muñoz le han dado un crédito millonario. Jordi Cruz acaba de compartir una receta en su cuenta de Instagram. Empieza a llover con ganas.