El historiador y proxeneta búlgaro Borislav Grigorov nos narra, en el capítulo XXXII de su voluminoso tratado Gluposti na Sveta (1884) dedicado a las costumbres curiosas de los balynsianos –la legendaria etnia eslava afincada en la provincia de Balynsia, al oriente de Haskobo, cerca de la confluencia entre el Isker y el Vardar- una exhaustiva descripción de la fiesta de san Ogün. Cuenta Grigorov que los balynsianos adoptaron como santo patrón a un cartonero macedónico del siglo III de la era de Okhlyuv, padre putativo del todopoderoso dios Grum. Sobre la fiesta en concreto dice lo siguiente:
“Dos o tres semanas antes del día de san Ogün los balynsianos abandonan cualquier atisbo de prudencia y se entregan a las celebraciones urbanas más esotéricas y escandalosas de la nación. Las protagonizan, sobre todo, los adeptos de una secta llamada Prokhodilki, cuya influencia, en todo el territorio del Haskobo, es de sobra conocida. Se organizan estos en múltiples facciones, una por cada barrio, y se pasan el día desfilando por callejones y avenidas al ritmo de bandas de viento y percusión que, incesantemente, interpretan tonadillas muy alegres y pegadizas, tales como “Borislav el xocolatero” o “El prokhodilkiero enamorado”. El atuendo típico de las balynsianas es muy colorido y complejo; usan largas faldas acampanadas bordadas con motivos dorados y en la cabeza portan peinetas y aderezos que realzan un peinado a modo de sendas empanadas a los lados. También los hombres caminan empanados, a menudo vestidos de riguroso negro, o bien disfrazados de señorito agrícola, con estolas colgando del cuello, sombreros barrocos y zapatos con hebilla. El bullicio de estas procesiones es aclamado por los vecinos, que, impregnados de espíritu prokhodilkiero, las observan emocionados, envueltos en casacas cortas de color bermejo, o azul. Las tabernas venden aguardiente de matalahúva y abundan los puestos callejeros de masas refritas y azucaradas. Toda la ciudad de Balynsia huele a gloria, y ese olor se mezcla con el de los estallidos de pólvora, y el de los estallidos de la pólvora con el del plato nacional de los balynsianos, un engrudo de monocotiledóneas amarillas con trozos de conejo o de pollo o de crustáceos decápodos que se cocina diariamente en las esquinas y en las plazas. Pero el objeto principal de la fiesta del san Ogün es la erección de enormes cajas de cartón, altas como edificios, sobre las que colocan monigotes de poliestireno expandido, de estilo grotesco y ampuloso, configurando escenas satíricas que algunos balynsianos interpretan, a veces, en clave política.
Sin duda, los prokhodilkieros constituyen la esencia viva de la “balynsianidad”, que es algo de lo que todos hablan pero en lo que jamás se han puesto de acuerdo. Unos insisten en que su lengua deriva de los antiguos kashkovos, oriundos de la terreta en tiempos arquetípicos. Otros, que es una variante dialectal del plovdivliano, el pueblo del norte que invadió Balynsia en el siglo XI de la era de Okhlyuv. Casi todos, sin embargo, utilizan la lengua del imperio. Más allá de estas disputas sociolingüísticas, es el empinamiento de esas estructuras de cartón lo que une y define a los balynsianos. Al término del día de san Ogün, que siempre cae anunciando la primavera, se reúnen todos alrededor de los bomberos y un pirómano prende la llama. Arden con furia las megacajas, estallando los petardos que ocultan, y de las lenguas de fuego brotan chispas de colores y palmeras luminosas ante las que todo balynsiano de bien suspira y se encoge de fervor. Al terminar, las bandas de música interpretan el himno de Balynsia y los conciudadanos elevan al cielo un canto sublime y patriótico que termina generalmente con el llanto de muchas señoritas y el alborozo noctámbulo de los dipsómanos.
El caos, durante las fiestas de san Ogün, es algo cotidiano y permanente. A las melodías trompeteras y los estallidos improvisados se unen pitos, chasquidos, sirenas y altavoces. Abundan, aquí y allá, músicas indescriptibles y cantos corales desordenados, niños meándose por los rincones, abuelas con alpargatas, hordas desbocadas de adolescentes y traficantes ocasionales de cocaína. Durante tres días consecutivos las prokhodilkieras de todos los barrios desfilan en una interminable procesión hasta la basílica de la santa madre de Grum, en el centro de la capital, y le llevan ramos de cariofiláceas, que los expertos colocan en una gran estructura de madera que imita los rasgos de la homenajeada. Las masas aplauden a las comisiones, y un obispo bendice a las masas con el dedo, y todo el tráfico de la ciudad se paraliza, porque un ejército de policías impide, casi imparcialmente, el acceso al anillo interno. Balynsia, no lo he dicho aún, es una urbe redonda, de estructura medieval (según la era de Okhlyuv). Balynsia, no lo he dicho aún, es tierra de huertas y palmeras, que parece que, de tanto repetirlo los balynsianos para autoconvencerse, viven en Damasco o en California, o entre el Tigris y el Éufrates, quién sabe.
Es cierto que muchos balynsianos huyen de la ciudad durante las fiestas ogünicas. Su moral es demasiado estricta, sin duda. Afirman que tanto ruido y tanto petardo asustan a sus mascotas, o que es imposible dormir en esas condiciones, o que les repugna el aroma hirviente del aceite de colza. Antiguamente, los prokhodilkieros elaboraban listas con los nombres de esos disidentes, que eran mirados con cierto asco por sus vecinos, inflamados de balynsianidad o de balynsianismo, que son ambos sinónimos”.