Enrique VIII, recién casado con Catalina de Aragón, que era la viuda de su propio hermano Arturo, el Príncipe de Gales, tuvo un lío extramatrimonial con una sobrina del cardenal Thomas Wolsey, que quedó preñada a la primera, razón por la cual fue internada en la Abadía de Whitby, en el condado de Yorkshire, y ahí dio a luz, en secreto, el 11 de junio de 1510, a un varón, a quien puso de nombre Thomas, por su tío, y que sufría del síndrome de McLeod. Además, tenía acantosis nigricans, sobre todo por el cuello y las axilas. La joven parturienta murió a los pocos días por pielonefritis aguda.
Thomas tuvo una infancia desastrosa. Las monjas le humillaban, siguiendo la regla de san Benito, y le daban de capones en la cabeza, ordenándole siempre las tareas más pesadas: transportar cubos de agua desde el pozo hasta el campanario, limpiar el establo y las tumbas de Oswio de Northumbria y de Edwin de Deira, traer harina del molino con una carretilla oxidada o empujar el arado de bueyes con una rodilla atada, para, así decían, fomentar su musculatura, ya que era flojo y más bien desvaído.
Su nariz davídica brillaba en las noches de luna llena, cuando, desde la más alta terraza del monasterio, olfateaba el vuelo de los murciélagos o imitaba el desacompasado griterío de las ratas. Thomas pasaba mucho tiempo en su celda y se entretenía ojeando antiguos manuscritos, de modo que su espíritu se iba ilustrando con el Cotton Vitellius, la balada de Brunanburh, la Cura pastoralis de Gregorio Magno, la vida en prosa de san Guthlac, el Herbarium de Apuleyo, las crónicas de Sir Gawain, las homilías de Alcuino y el De excidio et conquestu Britanniae, del monje Gildas. Como no sabía latín traducía libremente todos esos legajos, solazándose en el descubrimiento involuntario de sagas, cruzadas, soliloquios y embrujamientos. Ignoraba, por conjura monjil, la identidad de su padre, que jamás quiso saber nada de él.
Enrique VIII tuvo la ocurrencia, en 1536, de confiscar las propiedades de la iglesia católica en Inglaterra, a raíz de ciertos informes que llegaron al Parlamento en los cuales se describían las graves faltas morales, sexuales y económicas cometidas en los monasterios. Como el de Whitby ya era viejo y necesitaba de muchas reformas, el rey decidió destruirlo y vender a peso las gárgolas, las molduras y los adornos góticos. Thomas se vio en la calle a la tierna edad de veintiséis años, con un puñado de incunables, una carretilla oxidada y un bonete emplumado que un peregrino de Northallerton se dejó olvidado en un banco.
Se dirigió a York y, tras deambular durante algunos días, arrastrando su carretilla llena de pergaminos, entró como aprendiz en una carnicería de Blossom St., regentada por un tal William Poole (más conocido como “Bill the Butcher”). Ahí aprendió la técnica de curar jamones y empezó a rondar a Margarita, la hija del carnicero, con la que casó y tuvo un hijo, al que llamaron Eleazar. Puesto que Thomas carecía de apellido, dieron en darle al neonato el de “Hijo de Thomas”, que en el inglés de la época era “Thomlinson”. Cuando murió el suegro, en 1552, Thomas heredó el negocio. En su escaso tiempo libre se ocultaba en el sótano y examinaba con deleite los manuscritos que había sacado de Whitby, imaginando las batallas y epopeyas que en ellos se narraban, y una tarde de otoño dio con un rollo escrito en lengua media, al que nunca antes había prestado atención. Carecía de título y estaba fechado en el año del Señor de 1390. En el prefacio explicaba que fue ensamblado por los “principales maestros cocineros del Rey Ricardo II”. Descubrió en él cientos de recetas, de mermeladas, salsas, pastas, repostería, ganso relleno, conejo agridulce, mollejas en rebojo, estofado de alondras… Experimentó con muchas de ellas, ofreciendo a su público ya no tan solo costillas, lomos, paletillas y espinazos en crudo, sino una variada colección de platos preparados, cuya única dificultad, para el cliente, era la de calentar y servir.
Puso un cartel en la puerta: “Medieval fast food”, y al poco tiempo se vio obligado a ampliar el negocio, abriendo una sucursal en Coney St. Pero sin duda su plato estrella fue el jamón cocido con salsa de vino de Cornualles, que en realidad no era jamón, sino carne de magro de la raza Large White inyectada con salmuera y azúcar, y que bajo la simple denominación de “jamón de York” triunfó en toda la Gran Bretaña, pues envasarlo era sencillo y Thomas distribuía el producto por medio del Royal Mail.
(Fragmento de El rey del mundo, una epopeya hermética, distópica, psicótica y magnética).