Los espejos son como agua fosilizada. Esta naturaleza anfibia conviene mucho a su función, pues apenas nos permite advertir que muestran siempre un reflejo invertido, en el que la parte izquierda imita impepinablemente a la parte derecha, y viceversa, claro. Al menos a lo de arriba y a lo de abajo los deja estar, ahí, cada uno en su sitio. Es poco revolucionario, el espejo. En ocasiones, incluso, se rodea de floripondios barrocos, y es testigo de transformaciones horrendas, casi inconfesables. El espejo es capcioso; a primera vista aparenta una honestidad que no posee. Muy al contrario. Haced la prueba: colocad un escrito ante su presencia y el espejo os devolverá un hechizo intraducible. Esto bastaría para tomarse ciertas precauciones. Los espejos mienten, creedme. A mí, sin embargo, lo que me interesa no es tanto la presencia física de los espejos como el simbolismo que les otorgamos. En realidad, hay una multitud de “disciplinas” que, consideradas una a una, desempeñan para nosotros un papel especular. Especulemos entonces. Hoy escribiré sobre camareros. Son las nueve menos cuarto y aparece por la puerta una pareja de guiris. Les doy la bienvenida, les pregunto si tienen mesa reservada y les indico las que están disponibles. ¿Acaso la tragedia y la comedia no son, cada una a su manera, reflejos de nuestra ambigua naturaleza? La historia escrita es otro espejo: el de nuestra miseria como especie, el de los ladrones erigidos en monarcas, el de la rapiña constante. ¿Y la literatura? Un espejo de lo que somos y de lo que no somos. “¿Beberéis vino? Aquí tenéis la carta, todo son tapas para compartir, mirad, vegetarianos, pescados, carnes, no me preguntéis por la especialidad, os aseguro que todo está buenísimo, ojo, no son tapitas, en realidad son más como raciones, máximo cuatro platos, no más, que si no no vais a poder terminar, y los postres son fabulosos, de verdad, ahora vuelvo a tomaros nota”, y entran tres barbudos, “buenos días, aquí estamos, hice una reserva a nombre de Borja”, “ah, sí”, tacho con el boli bic a Borja, 3, 21:00 en el libro de reservas, “pasad por aquí, os sentaré junto a la ventana”, entrego las dos cartas, la de vino y la de las tapas, que no son pequeñas, digo, y considero la relación entre espejo, espejismo, reflejo, reflexión, la luz en forma de ondas o de partículas, el mundo al revés de Lewis Carroll y la discriminación óptica de los vampiros. “Un albariño”, “perfecto”, “bien frío”, escribo “chipirones, solomillo, berenjenas” en la libreta (otro espejo más, el de los deseos), y me acerco a la guarida del cocinero y luego a la pantalla táctil, marco casillas, abro la botella, elijo las copas, entran cuatro sin reserva, por suerte todavía hay sitio, les indico la mesa, bromeo, entrego cartas, tapas, ya sabéis, “yo es que soy celíaca”, “y yo hipocondríaco”, los barbudos ya saben lo que quieren, mesa 9, apunto, guarida, los fuegos azules relamiendo sartenes, el espejo alquímico, el azogue, ¿acaso no es lo de fuera un reflejo especular de lo de dentro? Y la vejez, ¿no constituye en muchos casos un reflejo invertido de la infancia? “Vemos como por espejo”, dijo una vez un apóstol turco rozando la demencia, señalando a la Luna, que es también espejo solar surcado de arrugas, y tomo nota de la mesa 7 y otra vez la guarida y las sartenes relamiéndose y los botes de colores llenos de especias y las bandejas y el horno a 250 grados. Abro un rioja, más gente, tres mesas al mismo tiempo y el móvil en mi bolsillo sin parar de sonar, pero no respondo, no es más que otro espejo que reclama mi atención, con su pantallita y sus algoritmos. Apresuro las comandas, pido a mi compañera que sirva las bebidas, “se ha terminado el bacalao”, dice el monstruo del volcán, “no pasa nada”, respondo, los barbudos quieren tres cortados con leche de avena, “oye, ¿seguro que las croquetas estas no llevan gluten?”, “seguro, están hechas con harina de garbanzos, descuida”, “lleva cuatro dobles a la mesa seis, por favor”. Algunos números son gemelos invertidos, como el 69. Esa rubia me hace señas, “ya lo sabemos”, dice. Es una expresión feliz. Ya sabemos lo que antes no sabíamos, aquello que estaba oculto en la negrura, y por lo tanto ahora estamos listas para tomar decisiones. Reflexiono. Se refiere a los platos. Apunto. Desciendo al cráter ardiente. Pincho la nota del cocinero. La cocina, ¿es otro espejo? Naturalmente. Es una imagen de su época. En tiempos normales era más básica, más sabrosa, más cargada de secretos. Ahora no, porque las épocas decadentes alumbran refinamientos, trampantojos, evanescencias, y además comemos frutas chinas y pimientos de los Andes y calamares antárticos. El servicio se acelera. Coinciden los postres con los nuevos entrantes, los cafés con los rollitos vietnamitas, el agua con la copita de cazalla. Se ha llenado el restaurante, la maquinaria humana se ensambla, danzamos los camareros como derviches girando en un torbellino cósmico, en el gran espectáculo universal. Números, billetes, tarjetas de crédito, divisiones imposibles tras el vino, “qué bien hemos cenado, volveremos pronto”, “gracias, de verdad, sois muy amables”. Oscar Wilde describió un espejo como aquello “en lo que se reflejan todas las cosas del cielo y de la tierra excepto el rostro de quien se mira en él”. A Borges le acechaban los cristales. El ritmo se ralentiza. Son casi las doce y solo quedan algunos rezagados. Les ofrezco una mistelita tinta. Recoger, sacar las basuras, preparar la carne, las salsas, prever compras, anotar, responder correos… El restaurante es otro espejo: pagos e ingresos que se reflejan mutuamente en la pantalla, problemas cotidianos, respuestas. Suena en el coche, de regreso a casa, el Claro de Luna de Debussy. Muy lejos de aquí, al otro lado del espejo, una inmensa biblioteca medieval arde voluptuosamente.